Mientras tanto, en un rincón oscuro de la ciudad, alejado de la inocencia de las calles por las que Bianca deambulaba, George se reunía con un hombre de semblante frío y ojos inexpresivos. El ambiente era denso, cargado de una quietud ominosa. George, con la voz apenas un susurro que denotaba una determinación escalofriante, le dio las instrucciones.
—Quiero que te encargues de Bianca Harrington —demandó, cada palabra calculada y precisa—. Quiero que la encuentres y termines con esto de una vez por todas.
El sicario asintió, su rostro impasible. No hizo preguntas, no mostró emoción alguna. Su silencio era tan elocuente como el sonido del dinero que George colocó sobre la mesa. Para George, esto no era solo un acto de venganza, sino una forma de "limpiar" el problema de raíz, de asegurarse de que no quedaran cabos sueltos que pudieran manchar el nombre de los Harrington.
Bianca era una mancha, una amenaza latente a la reputación de su familia, y debía ser erradicada. La noticia de su