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El despertar de Bianca fue brutal. No fue un abrir de ojos, sino una sacudida dolorosa. Su cabeza le martilleaba, y una sensación de dolor agudo le recorría los brazos. Estaba atada a una silla. El aire era pesado, con un olor a humedad, metal viejo y abandono. La única luz venía de una lámpara que parpadeaba débilmente, arrojando sombras danzantes sobre las cajas polvorientas.

—¿Hay alguien aquí? —cuestionó con la voz ronca, el miedo la inmovilizó.

De las sombras, una figura se acercó lentamente, sus pasos resonando en el silencio. Era Tatiana, vestida de manera impecable, un contraste impactante con el lúgubre lugar. Su rostro, sin emoción alguna, tenía la frialdad de una estatua de mármol.

—Nadie puede escucharte, Bianca —escupió Tatiana, su voz tan gélida como la brisa del invierno—. Estás muy lejos de casa.

Bianca sintió que la bilis le subía por la garganta. No podía creer que frente a ella estaba esa mujer que había perdido la cabeza.

—¿Por qué me haces esto? ¿Qué quie
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