Al otro lado de la ciudad, en un pequeño café algo viejo, vacío y aislado, Ania miraba su reloj con ansiedad, esperando por un encuentro muy peligroso que nadie debía descubrir.
Ella dio otro sorbo a su café, cuando se escuchó el tintineo de una campanita que anunciaba la llegada de un nuevo cliente al café, Ania levantó la vista.
El hombre que acababa de llegar, vestido con un traje oscuro, se acercó a ella.
— Qué gusto verla de nuevo, señora Anderson. — El hombre la saludó, mientras tomaba asiento justo frente a Ania.
— Igualmente, Señor Ochoa… — Contestó Ania con nerviosismo.
— ¿Gusta tomar algo, señor? — Se acercó una joven mesonera.
— Una taza de café estará bien, gracias… — Asintió el hombre, levantando el maletín que traía.
— ¿Consiguió algo tan pronto? — Exhaló Ania, al ver qué el hombre buscaba algo en su maletín.
— No me subestime, señora Anderson, soy un, profesional, el mejor en lo que hago… — Contestó Ochoa con una sonrisa egocéntrica.
Ania tragó grueso cuando el