El viento nocturno se colaba por las rendijas de la pequeña sala de archivos donde Anya había acordado encontrarse con Gregor. Las velas proyectaban sombras danzantes sobre los antiguos documentos y el rostro severo del jefe de seguridad, acentuando las cicatrices que surcaban su mejilla izquierda. Anya cerró la puerta tras de sí, asegurándose de que nadie la hubiera seguido.
—Agradezco que haya venido, señorita Ríos —dijo Gregor con voz grave, sin levantarse de su asiento—. Estos tiempos exigen precauciones extraordinarias.
Anya avanzó hasta la mesa de roble que los separaba y tomó asiento frente a él. El silencio entre ambos era denso, cargado de secretos no pronunciados.
—¿Por qué me ha citado aquí y no en su despacho? —preguntó ella, manteniendo la compostura profesional que la caracterizaba, aunque su corazón latía acelerado.
Gregor entrelazó sus dedos callosos sobre la mesa. La luz de las velas reveló por un instante un brillo metálico bajo su chaqueta: llevaba un arma.
—Porque