El sol de la tarde se filtraba a través de los paneles de cristal del invernadero real, creando un mosaico de luces y sombras que danzaban sobre las exóticas plantas. Anya había encontrado en este lugar un refugio inesperado durante las últimas semanas. El aroma húmedo de la tierra, mezclado con la fragancia de flores que jamás había visto en otro lugar, le proporcionaba una extraña sensación de paz que tanto necesitaba.
Caminaba entre las hileras de orquídeas argemirias, una especie única en el mundo que solo florecía bajo el cuidado meticuloso de los jardineros reales. Sus pétalos azul cobalto parecían absorber la luz y devolverla en destellos casi mágicos. Anya rozó con la punta de los dedos uno de los pétalos, maravillándose ante su textura aterciopelada.
—Son hermosas, ¿verdad? —murmuró para sí misma, intentando distraer su mente de la imagen de Elian y la duquesa de Norland bailando en la recepción de la noche anterior.
El invernadero estaba desierto a esa hora. Los jardineros h