El sol se derramaba como oro líquido sobre los jardines internos del palacio. Anya caminaba entre los setos perfectamente recortados, respirando el aroma de las rosas blancas que bordeaban el sendero de piedra. Este rincón del palacio, alejado de las miradas indiscretas, se había convertido en su refugio durante las últimas semanas. Aquí, entre la naturaleza domesticada por siglos de jardineros reales, podía pensar con claridad.
O al menos intentarlo.
El sonido de pasos firmes sobre la grava la alertó. No necesitaba girarse para saber quién era. Su cuerpo lo reconocía antes que sus ojos.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo Elian, acercándose con esa mezcla de autoridad y vulnerabilidad que solo él podía combinar.
Anya se volvió, observando cómo la luz del atardecer dibujaba contornos dorados alrededor de su figura. El príncipe había abandonado su habitual indumentaria formal por unos pantalones oscuros y una camisa blanca con las mangas arremangadas. Parecía más joven, más libre.
—¿M