El grito atravesó los pasillos del palacio como una daga, cortando el silencio de la noche. Anya se incorporó de golpe en su cama, con el corazón martilleando contra su pecho. Tardó unos segundos en ubicarse, en recordar que estaba en Argemiria, en el ala este del palacio real. El reloj de su mesita marcaba las 3:17 de la madrugada.
Otro grito, más agudo, más desesperado.
Se puso la bata sobre el camisón y salió al pasillo. No fue la única. Varias puertas se abrieron simultáneamente. La guardia real ya corría hacia el origen del alboroto: la habitación de Lady Sybelle.
—¡Fuego! ¡Hay fuego en mi habitación! —gritaba la joven desde el umbral de su puerta, con el rostro desencajado y el cabello rubio revuelto.
Cuando Anya llegó, empujada por la corriente de curiosos, el capitán de la guardia ya había entrado en la habitación. El olor a quemado flotaba en el aire, pero no había llamas visibles. Los guardias abrieron las ventanas de par en par para ventilar mientras Lady Sybelle, envuelta