El aire en el Palacio Eirenthal se había vuelto más denso. No de manera evidente. No con soldados en los pasillos ni órdenes gritadas entre los muros. Era un cerco invisible, hecho de miradas sostenidas, puertas que antes estaban abiertas y ahora no, y del eco persistente de pasos que no tenían nombre.
Anya lo sintió en la piel antes que en la mente.
Desde la mañana posterior a su hallazgo en la biblioteca y la aparición de la llave, cada movimiento suyo parecía estar medido. Los criados ya no le dirigían la palabra con la misma naturalidad. Las zonas comunes del ala diplomática habían restringido su acceso, “por mantenimiento”, según dijeron. Incluso su tableta institucional tardaba ahora segundos más de lo habitual en desbloquearse, como si alguien revisara ca