La habitación estaba inundada por la luz cálida del sol matutino. El resplandor del mar rebotaba contra los ventanales abiertos, colándose en la estancia con una claridad dorada. Afuera, el sonido suave de las olas y el canto distante de las gaviotas marcaban el ritmo tranquilo del día. Anne se encontraba de pie junto al ventanal, con una taza de café entre las manos y la bata blanca del hotel envuelta en su cuerpo. Su cabello aún húmedo caía en ondas relajadas sobre su espalda.
Observaba en silencio la Costa Azul desplegarse frente a ella como una postal viva. Pero su mente no estaba del todo allí. Todavía sentía el eco de los miedos recientes, como si su corazón no supiera si relajarse o mantenerse en guardia.
Alexander apareció a su lado, sin hacer ruido. Iba descalzo, con una camisa blanca arremangada y pantalones claros. Llevaba otra taza de café que depositó sobre la mesa baja antes de acercarse a ella.
—No has dicho una palabra desde que saliste del baño —comentó con dulzura—.