El atardecer caía lentamente sobre la ciudad, tiñendo de tonos dorados y anaranjados los ventanales del penthouse. Anne se encontraba junto a la gran ventana, abrazándose a sí misma mientras observaba el horizonte. La revelación que había recibido esa tarde aún pesaba sobre sus hombros, como si un secreto enterrado durante años se hubiera levantado para reclamar su atención. Sentía que todo lo que había creído estable se tambaleaba, que su vida se había convertido en un rompecabezas al que le habían agregado piezas nuevas e inesperadas.
Alexander la observaba desde la distancia. Había llegado hacía apenas unos minutos y la había encontrado en ese estado: silenciosa, retraída, con los ojos cargados de una melancolía que a él le resultaba insoportable. Sabía que Anne necesitaba espacio, pero también intuía que, en ese instante, lo que más anhelaba era la certeza de que no estaba sola.
Se acercó despacio, sin romper del todo el silencio que se había instalado en la sala. Colocó una mano