La noche caía sobre la ciudad como un velo húmedo, cargado de electricidad por la tormenta que se avecinaba. Las luces de los faroles se reflejaban en el pavimento mojado, y un club privado, discreto en apariencia, se erguía entre sombras y murmullos de un barrio que guardaba más secretos de los que dejaba ver.
Eleanor aguardaba sola en un salón reservado, de cortinas pesadas y sillones de cuero oscuro. El lugar estaba impregnado de un olor antiguo a madera y cigarro, un escenario perfecto para las conversaciones que jamás debían trascender. Había pedido que nadie la interrumpiera, que ninguna mirada indiscreta se atreviera a entrar.
El silencio se rompió con el eco de unos pasos seguros en el pasillo. Eleanor no necesitó voltear para saber quién era. Podía reconocer esa cadencia con los ojos cerrados: insolente, arrogante, como si cada pisada le recordara al mundo que existía. Jack Kart.
La puerta se abrió despacio. El hombre apareció empapado por la llovizna, con la chaqueta oscura