Margaret cerró la puerta con fuerza al llegar a casa. Sus tacones resonaron sobre el mármol blanco, marcando el paso de su frustración. Se soltó el cabello con un movimiento brusco, tirando el prendedor sobre la mesa del vestíbulo, y caminó directamente hacia el salón principal, donde sabía que su madre estaría, como siempre, con una copa de vino entre los dedos y un juicio preparado en la lengua.
—¿Cómo te fue con la princesa heredera? —preguntó Eleanor, sin levantar la vista del libro que sostenía. Su tono era tranquilo, pero cargado de una ironía punzante.
Margaret se detuvo en seco. La rabia aún le hervía en el pecho, pero no quería dárselo a su madre como una victoria. Respiró hondo.
—Me despreció. Como era de esperarse —respondió con frialdad—. No tenía ni la mínima intención de ayudarme. Me trató como si yo fuera una intrusa... como si no perteneciera a esta familia.
Eleanor cerró el libro con lentitud y lo dejó sobre la mesa de café. Luego alzó la mirada, clavando los ojos en