Huellas del Desierto (3era. Parte)
Dos días después
En las afueras de Kirkuk, Irak
Sara
Supongo que aprendí de la araña de Latifa de un modo cruel a percibir una trampa. Ella tejía despacio, con paciencia, esperando que la víctima se acercara por sí sola. Y yo aprendí a mirar más allá de lo que se ve por encima: a desconfiar de un gesto amable, de una palabra disfrazada. Porque cuando alguien se interesa demasiado por ti, no es simple curiosidad ni un intento de empatizar. No. Ya está pensando cómo perjudicarte, cómo sacar provecho de tu debilidad, cómo alimentarse de tu miseria.
Dickens me producía esa sensación. No era un hombre abiertamente hostil; lo suyo era peor. Daba la impresión de ser prejuicioso, quisquilloso, desconfiado, pero sobre todo oportunista. Y eso sí me alarmaba. Bastaría que conociera mi verdadero apellido para que buscara la forma de avisar a mis abuelos. El apellido Rashid no era una palabra cualquiera: era sinónimo de poder, de tradición, de riqueza. Y alguien que había vivido tanto tiempo en Ba