El silencio de la noche, una vez tranquilizador, se había convertido en un grito sordo de peligro. Christina, con el corazón martillando en el pecho, ayudó a Lyrna a atar el último fardo de provisiones. El aire helado quemaba sus pulmones, pero era un dolor bienvenido, una distracción del terror que la invadía. Hacía solo unos minutos, había estado escondida, aterrorizada por el hombre que la había cazado hasta allí. Wolf. El nombre resonaba en su mente como un eco amargo. La mujer de la aldea los observaba con una mirada de profunda tristeza.
—Los Thane no descansan hasta que sus cautivas regresan —dijo la mujer, su voz era apenas un susurro—. Es una cuestión de honor y de poder. Siguen las huellas, persiguen la sangre, el olor del miedo.
—No te preocupes por nosotros —dijo Lyrna, su voz era firme, una roca en medio del caos—. No somos del Sur, ni del Norte, ni de ninguna parte. Somos los sin nombre, los que se escapan.
—Así debe ser —respondió la mujer con una sonrisa triste—. El hie