La luna, un ojo pálido en el cielo enturbiado, apenas ofrecía guía mientras Christina y Wolf se deslizaban entre las sombras de los árboles. La aldea dormía, confiando en los pocos guerreros que quedaban y en el plan audaz que se fraguaba en la penumbra del bosque. Encontraron refugio bajo la fronda protectora de un roble centenario, cuyas raíces serpenteaban por la tierra como venas de la propia Veridia.
Wolf extendió un trozo de cuero curtido sobre la tierra húmeda. Con un trozo de carbón rescatado de una fogata apagada, trazó líneas vacilantes, representando el terreno que se interponía entre ellos y el campamento de Haldor. Las marcas eran toscas, pero la experiencia de Wolf en el terreno les daba forma y significado.
—El campamento estará fortificado —murmuró Wolf, sus ojos brillantes a la escasa luz lunar—. Después de la derrota de su vanguardia, Haldor no subestimará más a este lugar. Habrá más guardias, centinelas en cada camino.
Christina observó el mapa improvisado, su mente