El frío seguía apretando el castillo, pero ahora no era solo el invierno. Era el frío de la sospecha, una brisa helada que comenzó a colarse por los rincones. Había pasado un día desde que hablé con Hilda en la despensa, un día desde que Kael, el joven cazador, partió con mi esperanza escondida en un trozo de pan. Cada hora que pasaba era una cuenta regresiva.
Yo me esforzaba por actuar normal, más que normal. Trataba de ser la futura Reina perfecta que Hjordis deseaba. Practicaba mi bordado, sonreía a las sirvientas, escuchaba las aburridas historias de los guerreros. Pero mis ojos estaban siempre alerta, mis oídos siempre atentos. Y mis nervios, tensos como la cuerda de un arco.
Comencé a notar los cambios. Hjordis, que antes me trataba con una amabilidad exagerada, ahora me miraba de otra forma. No era una mirada dura, no aún, sino una duda sutil en sus ojos. A veces, la pillaba observando más de la cuenta, como si intentara leer mis pensamientos. Sus preguntas se volvieron más dire