La mañana despertó con un cielo plomizo, un gris espeso que parecía presagiar tormentas contenidas. La luz tenue se filtraba entre las cortinas, dibujando sombras difusas sobre la alfombra. Una brisa suave, cargada del olor a tierra mojada y hojas húmedas, agitaba los pliegues de tela como si el clima supiera que algo se había roto la noche anterior… o tal vez, algo apenas había comenzado.
Jimena abrió los ojos con lentitud, como si temiera enfrentarse al mundo. Sus pestañas aún pesaban, pegadas por el rastro de lágrimas que no recordaba haber llorado. Se quedó quieta unos segundos, escuchando el sonido amortiguado de la lluvia fina contra los cristales. Su piel, desnuda bajo las sábanas de algodón, aún vibraba con la memoria de lo ocurrido. Bastó un solo pensamiento —Tiago— para que el calor la recorriera de golpe, como una corriente eléctrica imposible de controlar.
Cerró los ojos, queriendo borrar el recuerdo de sus manos. Era inútil. Cada caricia estaba tatuada en su memoria: la f