Dos días después y la tensión seguía.
Jimena llegó más temprano que nunca aquella mañana. Aún cuando el aire en su oficina estaba fresco, cargado con el aroma del café recién hecho, y el sol comenzaba a filtrarse tímidamente por los ventanales altos, proyectando líneas doradas sobre el suelo de madera oscura. Afuera, la ciudad apenas despertaba, pero dentro de ella ya se libraba una guerra silenciosa.
La noche anterior apenas había dormido.
Y no fue por estrés laboral. Fue por él.
El ascensor. Su cuerpo ardiendo sin razón lógica.
La forma en que él la había hecho sentir sin siquiera tocarla realmente.
No podía seguir así. Era ridículo. Inaceptable.
—Hoy lo ignoro. No le doy poder —se dijo a sí misma en el baño privado, ajustando el cuello de su blusa y mirando su reflejo con dureza—. No es más que un empleado.
Se echó un poco de perfume, recogió su cabello con una pinza dorada y salió de su despacho como una tormenta disfrazada de ejecutiva. Cada paso resonaba firme en los pas