La Amnesia Me Salvó
La Amnesia Me Salvó
Por: Clara Valiente
Capítulo1
—Señora, vinimos a visitarla con mis papás. —La vocecita dulce y cariñosa de Alejandro resonó en la estancia hospitalaria.

Yo, con la frente vendada, bajé la mirada con tristeza hacia mi hijo de cinco años, Alejandro García, quien, esbozando una sonrisa pícara, sostenía de la mano a dos adultos.

Frente al insolente tratamiento de «señora», Diego García, impecable en su traje, no demostró el menor intento por corregirlo, mientras sus ojos sagaces me estudiaban con calculadora intensidad.

La mujer vestida de blanco que Alejandro arrastraba consigo —Camila González— tenía un aire de elegancia serena muy característico. Bajo mi escrutinio, se llevó un mechón detrás de la oreja con visible incomodidad.

Al notar que la observaba fijamente, Alejandro se plantó delante de Camila como un pequeño guardián.

De no estar fingiendo amnesia, juraría que esta era la foto perfecta de una familia feliz.

Alejandro tiró del brazo de Diego y le susurró lo suficiente para que yo lo oyera:

—Papá, si mamá perdió la memoria… ¿ahora sí pueden divorciarse?

Conocía muy bien sus artimañas. Esto era un ajuste de cuentas. El día anterior lo había reprendido frente a los sirvientes y su orgullo había quedado herido.

Era su juego favorito: humillarme siempre por diversión. Pero esta vez no seguiría el guion. Si había dicho que no recordaba, lo interpretaría al pie de la letra.

—Perdón… ¿ustedes son? —pregunté, vacilante.

Alejandro palideció.

—¡No puede ser! ¡Me olvidaste! ¡Si soy tu… tu niño consentido!

Diego hizo una mueca y sus ojos glaciales destellaron.

—Isabella López, basta de teatro. Los médicos confirmaron que solo fue una conmoción leve. Ni tu lesión es grave ni esta farsa te salvará del divorcio.

—¡Exacto! ¡Nos adoras demasiado para olvidarnos! —exclamó Alejandro, cruzándose de brazos, tranquilo, copiando la postura desafiante de su padre.

Yo solo sentía que la cabeza me iba a estallar.

Sin embargo, Antes de que pudiera replicar, una enfermera golpeó la puerta:

—La paciente necesita reposo absoluto. Por favor, salgan.

Diego y Alejandro se marcharon sin protestar, llevándose consigo a Camila, mientras la joven enfermera se acercaba a mí.

—Su esposo acaba de salir a comprarle sopa.

—¿Mi esposo? —pregunté, confundida. ¿No acababa de echarlo?

—Hace cuatro años trabajé en obstetricia —respondió ella, guiñándome un ojo—. Los vi en cada control. Con esa belleza de pareja, era imposible no recordarlos.

Ahí estaba el detalle: Diego nunca me había acompañado a esos chequeos.

—Su marido era de los pocos que no usaba el celular en la sala de espera —continuó—. Solo paseaba, preocupadísimo, hasta que usted salía. Alto, guapo, dedicado… ¡No hizo creer de nuevo en el amor! —Suspiró—. Por cierto, ¿quiénes eran esos dos de antes? El tipo era un adonis, con cara de pocos amigos…

No pude evitar reírme. Miguel López, mi hermano —cinco años menor que yo—, tenía dieciocho cuando me acompañó a las catorces consultas prenatales.

No aclaré el enredo familiar, puesto que pronto dejarían de serlo.

Minutos después, Miguel entró jadeando con un termo en la mano. Al verlo, mi estómago rugió. Llevaba todo el día sin comer y el dolor, producto del hambre, ya me arañaba por dentro.

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