Miguel llevaba una camiseta blanca de algodón suave y un pantalón gris. Parecía un universitario cualquiera.No, espera... la verdad es que se había graduado hacía poco.—Qué juventud... —suspiré, recostada en el sofá mientras observaba disimuladamente.Mis ojos recorrieron de forma fugaz su figura: esas caderas estrechas, esa cintura definida...—Magnífico... qué exquisito banquete visual —murmuré para mis adentros:— Ahora entiendo por qué las mujeres ricas mantienen modelos jóvenes.Miguel se acercó cauteloso con el café en mano. Enseguida adopté una expresión seria y me sumergí en una revista como si nada.Tomé la taza y di un sorbo. En cuanto Miguel se sentó, Lumbre saltó sobre sus piernas y comenzó a amasar con sus patitas el tejido gris.Mi mirada se fijó de manera instintiva en ese movimiento rítmico... hasta que algo me llamó la atención.Espera... ¿pantalón gris?Sin querer, mis ojos se desplazaron unos centímetros más al norte.—Qué... grande —la palabra escapó de mis labios
Alejandro, con esa familiaridad desconcertante que lo caracterizaba, se coló por la puerta como un sigiloso gato y se instaló con descaro en el sofá sin esperar invitación.Parecía haber olvidado por completo cómo, durante su última visita, me había exigido que me arrodillara para suplicar su perdón.Abrió el álbum con gran entusiasmo y me arrastró hacia él:—Mamá, mira. Esta es cuando aún estaba en tu barriguita. ¡Y esta otra es cuando nací! ¿Verdad que era adorable? La abuela dice que era el bebé más bello de todo el hospital.Intentaba por todos los medios despertar mi instinto maternal.Pero al ver aquellas fotos, solo sentí un dolor profundo por la mujer que fui.En las imágenes, mi cuerpo aparecía bastante esquelético, con solo el vientre grotescamente hinchado. Los vómitos constantes me habían dejado por cierto demasiado demacrada y fea. Mi cabello, antes lustroso, parecía paja seca. Y Alejandro, incluso en el útero, era un tirano: pateaba sin piedad alguna cada noche.—Qué egoís
Actuando con total naturalidad, comenté:—Delicioso, sí que era coñac.Avancé unos cuantos pasos, dejando atrás a un Miguel paralizado, con el rubor extendiéndose desde sus mejillas hasta las orejas.Pero en cuestión de segundos, me alcanzó corriendo y me envolvió en un abrazo que me dejó sin aliento. Se inclinó cariñoso para enterrar su rostro en mi cuello, como un niño que acaba de recibir el regalo de sus sueños.—Isabella... te quiero tanto... —murmuraba una y otra vez, con esa voz ronca que se me clavaba directo en el pecho.Al llegar a casa, pareció sacudirse la borrachera de un golpe. Me empujó apresurado contra la puerta principal, sus ojos ardientes como brasas.—Isabella... ¿puedo besarte? —preguntó, con una voz que era más una súplica que una simple pregunta.Ante mi aprobación, se abalanzó como un cachorro hambriento. Sus labios encontraron los míos con una urgencia infinita que me hizo tambalear.La verdad no recuerdo cómo llegamos a la cama. Solo el sonido de nuestra respi
—¿Sabes por qué Isabella sufrió ese accidente? —continuó Miguel, clavando sus duras palabras como dagas.—Porque la abandonaste en la autopista para correr detrás de su amada Camila.—¿Y cuando estaba enferma? ¿Cuántas veces la dejaste sufriendo sola? ¿Alguna vez pensaste que ella era tu esposa?Diego tenía la boca amarga. Quería refutar, pero para colmo de males cada acusación era cierta. Sentía unas manos invisibles estrangulándole la garganta, ahogándole las excusas. Su mente estaba en blanco.Cuando mi asistente me avisó que Diego había irrumpido furioso en la oficina de Miguel, corrí desperada con los guardias de seguridad hacia el piso ejecutivo.—¡Diego! ¿Qué diablos haces? —grité al salir del ascensor, justo a tiempo para verlo agarrando a Miguel por el cuello de la camisa.Los guardias lo separaron de inmediato. Yo me interpuse alterada entre ellos, protegiendo a Miguel.Su labio hinchado sangraba levemente, contrastando cruelmente con su piel pálida. Sus ojos vidriosos me mir
Camila me invitó muy amablemente a tomar un café en una elegante cafetería del centro.—Señorita López —comenzó, jugando nerviosa con su taza:— debo disculparme por lo del hospital. Cuando Alejandro dijo eso... pensé que solo estaba probando si realmente habías perdido la memoria. Por eso en ese momento no lo corregí.Bajó la mirada, mostrando un genuino remordimiento.—No debí entrometerme en su matrimonio. Y menos aceptar ser la tutora de Alejandro sabiendo cómo estaban las cosas.—Nuestro divorcio no tuvo que ver contigo —le respondí, sorbiendo mi café:— Sé que no eres ese tipo de persona.En realidad, le debía un favor a Camila.En segundo año de bachillerato, estuvo unos días en nuestra clase. Aunque era considerada la —princesa de Rosaleda— por su linaje, nunca actuó con arrogancia. Su sonrisa tranquila y su seguridad interior eran admirables.Yo, con mis 17 años llenos de inseguridades, ansiaba desesperada pertenecer al círculo de Diego. Mientras los otros se burlaban de mis int
De pronto, me vi sumergido en un pánico abrumador. Era como si una parte de mí se hubiera escapado silencioso de mi pecho, dejando un enorme vacío que latía con dolor.Los humanos somos criaturas de comprensión tardía. Solo valoramos lo que tenemos cuando ya lo hemos perdido.Comencé a revisar con frenesí sus antiguas publicaciones, aquellos mensajes cotidianos que Isabella me enviaba y que yo apenas había considerado.En los chats, sus palabras cobraban vida: describía eventos triviales con tal entusiasmo y gracia que no pude evitar reírme ante la pantalla.¿Habían sido siempre así de encantadores sus mensajes?Pero el patrón era bastante claro: largos y tediosos monólogos de su parte, interrumpidos por mis escasas respuestas, cuando respondía.Con el tiempo, sus actualizaciones se hicieron más breves. Luego, esporádicas. Hasta que el silencio se volvió permanente.El deseo de compartir no desaparece; solo encuentra nuevos destinatarios.Sin que yo lo notara, Miguel había absorbido ca
—Señora, vinimos a visitarla con mis papás. —La vocecita dulce y cariñosa de Alejandro resonó en la estancia hospitalaria.Yo, con la frente vendada, bajé la mirada con tristeza hacia mi hijo de cinco años, Alejandro García, quien, esbozando una sonrisa pícara, sostenía de la mano a dos adultos.Frente al insolente tratamiento de «señora», Diego García, impecable en su traje, no demostró el menor intento por corregirlo, mientras sus ojos sagaces me estudiaban con calculadora intensidad.La mujer vestida de blanco que Alejandro arrastraba consigo —Camila González— tenía un aire de elegancia serena muy característico. Bajo mi escrutinio, se llevó un mechón detrás de la oreja con visible incomodidad.Al notar que la observaba fijamente, Alejandro se plantó delante de Camila como un pequeño guardián.De no estar fingiendo amnesia, juraría que esta era la foto perfecta de una familia feliz.Alejandro tiró del brazo de Diego y le susurró lo suficiente para que yo lo oyera:—Papá, si m
Con prisa, Miguel abrió el termo y, con sumo cuidado, sirvió sobre la bandeja móvil un platito de avena caliente, cocida en leche dulce, acomodando con mimo los cubiertos, la servilleta de lino y el vasito de agua mineral.—Agua templada, como siempre —murmuró entre dientes mientras sus dedos ágiles comenzaban a pelar un huevo cocido—: Y plato favorito. Come, luego te preparo más.Acepté sus atenciones con total naturalidad. Desde aquel lejano día en que el abuelo lo había traído a casa cuando yo tenía quince años, Miguel López había asumido el papel de mi más leal servidor sin cuestionamientos.Los primeros bocados calmaron el fuego voraz en mi estómago. Al alzar la vista, enseguida vi sus ojos vidriosos.—Cuando me avisaron del accidente... —comenzó a decir, y su voz se quebró como cristal bajo presión—, creí que el mundo se detenía.Un nudo se formó en mi garganta. ¿Quién no temblaría ante la muerte? Yo solo tuve suerte.Había fingido amnesia para aliviar un poco la preocupaci