—¿Sabes por qué Isabella sufrió ese accidente? —continuó Miguel, clavando sus duras palabras como dagas.—Porque la abandonaste en la autopista para correr detrás de su amada Camila.—¿Y cuando estaba enferma? ¿Cuántas veces la dejaste sufriendo sola? ¿Alguna vez pensaste que ella era tu esposa?Diego tenía la boca amarga. Quería refutar, pero para colmo de males cada acusación era cierta. Sentía unas manos invisibles estrangulándole la garganta, ahogándole las excusas. Su mente estaba en blanco.Cuando mi asistente me avisó que Diego había irrumpido furioso en la oficina de Miguel, corrí desperada con los guardias de seguridad hacia el piso ejecutivo.—¡Diego! ¿Qué diablos haces? —grité al salir del ascensor, justo a tiempo para verlo agarrando a Miguel por el cuello de la camisa.Los guardias lo separaron de inmediato. Yo me interpuse alterada entre ellos, protegiendo a Miguel.Su labio hinchado sangraba levemente, contrastando cruelmente con su piel pálida. Sus ojos vidriosos me mir
Camila me invitó muy amablemente a tomar un café en una elegante cafetería del centro.—Señorita López —comenzó, jugando nerviosa con su taza:— debo disculparme por lo del hospital. Cuando Alejandro dijo eso... pensé que solo estaba probando si realmente habías perdido la memoria. Por eso en ese momento no lo corregí.Bajó la mirada, mostrando un genuino remordimiento.—No debí entrometerme en su matrimonio. Y menos aceptar ser la tutora de Alejandro sabiendo cómo estaban las cosas.—Nuestro divorcio no tuvo que ver contigo —le respondí, sorbiendo mi café:— Sé que no eres ese tipo de persona.En realidad, le debía un favor a Camila.En segundo año de bachillerato, estuvo unos días en nuestra clase. Aunque era considerada la —princesa de Rosaleda— por su linaje, nunca actuó con arrogancia. Su sonrisa tranquila y su seguridad interior eran admirables.Yo, con mis 17 años llenos de inseguridades, ansiaba desesperada pertenecer al círculo de Diego. Mientras los otros se burlaban de mis int
De pronto, me vi sumergido en un pánico abrumador. Era como si una parte de mí se hubiera escapado silencioso de mi pecho, dejando un enorme vacío que latía con dolor.Los humanos somos criaturas de comprensión tardía. Solo valoramos lo que tenemos cuando ya lo hemos perdido.Comencé a revisar con frenesí sus antiguas publicaciones, aquellos mensajes cotidianos que Isabella me enviaba y que yo apenas había considerado.En los chats, sus palabras cobraban vida: describía eventos triviales con tal entusiasmo y gracia que no pude evitar reírme ante la pantalla.¿Habían sido siempre así de encantadores sus mensajes?Pero el patrón era bastante claro: largos y tediosos monólogos de su parte, interrumpidos por mis escasas respuestas, cuando respondía.Con el tiempo, sus actualizaciones se hicieron más breves. Luego, esporádicas. Hasta que el silencio se volvió permanente.El deseo de compartir no desaparece; solo encuentra nuevos destinatarios.Sin que yo lo notara, Miguel había absorbido ca
—Señora, vinimos a visitarla con mis papás. —La vocecita dulce y cariñosa de Alejandro resonó en la estancia hospitalaria.Yo, con la frente vendada, bajé la mirada con tristeza hacia mi hijo de cinco años, Alejandro García, quien, esbozando una sonrisa pícara, sostenía de la mano a dos adultos.Frente al insolente tratamiento de «señora», Diego García, impecable en su traje, no demostró el menor intento por corregirlo, mientras sus ojos sagaces me estudiaban con calculadora intensidad.La mujer vestida de blanco que Alejandro arrastraba consigo —Camila González— tenía un aire de elegancia serena muy característico. Bajo mi escrutinio, se llevó un mechón detrás de la oreja con visible incomodidad.Al notar que la observaba fijamente, Alejandro se plantó delante de Camila como un pequeño guardián.De no estar fingiendo amnesia, juraría que esta era la foto perfecta de una familia feliz.Alejandro tiró del brazo de Diego y le susurró lo suficiente para que yo lo oyera:—Papá, si m
Con prisa, Miguel abrió el termo y, con sumo cuidado, sirvió sobre la bandeja móvil un platito de avena caliente, cocida en leche dulce, acomodando con mimo los cubiertos, la servilleta de lino y el vasito de agua mineral.—Agua templada, como siempre —murmuró entre dientes mientras sus dedos ágiles comenzaban a pelar un huevo cocido—: Y plato favorito. Come, luego te preparo más.Acepté sus atenciones con total naturalidad. Desde aquel lejano día en que el abuelo lo había traído a casa cuando yo tenía quince años, Miguel López había asumido el papel de mi más leal servidor sin cuestionamientos.Los primeros bocados calmaron el fuego voraz en mi estómago. Al alzar la vista, enseguida vi sus ojos vidriosos.—Cuando me avisaron del accidente... —comenzó a decir, y su voz se quebró como cristal bajo presión—, creí que el mundo se detenía.Un nudo se formó en mi garganta. ¿Quién no temblaría ante la muerte? Yo solo tuve suerte.Había fingido amnesia para aliviar un poco la preocupaci
Me coloqué los pendientes de perlas antes de salir con calma, y, al verme bajar apresuradamente las escaleras, Camila se mostró inmediatamente incómoda.—Señora García, yo solo... —comenzó a decir. Pero yo la interrumpí. —Tranquila, Camila, no pasa nada. Quédate aquí. Sé que pasas tres horas al día en el autobús yendo y viniendo —dije, tomando los zapatos que me tendía la sirvienta—. No te sientas obligada. Para mí también es una alegría que hayas regresado. Alejandro pareció sorprendido y se quedó paralizado un instante.Antes, cuando su padre bebía y pronunciaba con maldad el nombre de Camila, su madre solía enrojecerse y llorar en silencio. Porque sí, la visita de Camila a casa de Alejandro el mes anterior no había sido su primer encuentro. Alejandro había visto por curiosidad, a escondidas, las fotos de esa mujer que su padre guardaba con cuidado en el cajón, junto a los nombres de otras mujeres que siempre murmuraba borracho.Aquello se había convertido en su mejor arma
Sin embargo, al cerrar los ojos, todo parecía haber ocurrido el día anterior.Ese día llovía a cántaros. Diego y yo estábamos en la autopista cuando, de pronto, recibió una llamada. Y yo oí con claridad la voz al otro lado de la línea:—Señor García, un grupo de acreedores está causando disturbios en la mansión de la familia González. Han ido a buscar problemas con la señorita González.Diego, preocupado, giró la cabeza para mirarme. Sabía que no me estaba pidiendo permiso, sino advirtiéndome que iría a rescatar a Camila. Lo cual quedaba en la dirección opuesta a la que íbamos. —Déjame en la próxima área de servicio —murmuré entre dientes:— Tomaré un taxi para regresar.Apenas bajé del auto, a pesar de que abrí el paraguas de inmediato, acabé empapada, cuando el lujoso automóvil negro pasó rugiendo frente a mí, salpicándome el rostro con agua sucia.El taxi que tomé, viejo y destartalado, derrapó por completo en la autopista. Cuando el vehículo perdió el control, un escalofrío m
Diego llevaba tiempo queriendo divorciarse de mí para volver a cortejar a Camila.Como él deseaba, se lo notifiqué al abogado de la familia García y ambos acudimos juntos a su oficina.—Acepto el divorcio —dije con total serenidad, mirándolo sin resentimiento alguno.Diego pareció sorprendido, mientras el abogado, Raúl Torres, nos entregaba a cada uno una copia del acuerdo de divorcio.Firmé el mío con rapidez y tranquilidad, deslizando el bolígrafo sobre el papel con un suave rasgueo. Sin embargo, cuando llegó el turno de Diego, este dudó, y sus dedos palidecieron al apretar el bolígrafo con fuerza. —Señor García —intervino el abogado, con cautela—, podría esperar a estar completamente seguro antes de firmar.Entendía lo que sentía Diego. Hasta que un perro se crean lazos después de tantos años. Y yo había sido su sombra durante los últimos dieciséis. —Alejandro se queda conmigo —dijo, mirándome, expectante de mi reacción.Y yo acepté sin reparos. Renunciaba a ambos. Diego