Capítulo5
Diego llevaba tiempo queriendo divorciarse de mí para volver a cortejar a Camila.

Como él deseaba, se lo notifiqué al abogado de la familia García y ambos acudimos juntos a su oficina.

—Acepto el divorcio —dije con total serenidad, mirándolo sin resentimiento alguno.

Diego pareció sorprendido, mientras el abogado, Raúl Torres, nos entregaba a cada uno una copia del acuerdo de divorcio.

Firmé el mío con rapidez y tranquilidad, deslizando el bolígrafo sobre el papel con un suave rasgueo. Sin embargo, cuando llegó el turno de Diego, este dudó, y sus dedos palidecieron al apretar el bolígrafo con fuerza.

—Señor García —intervino el abogado, con cautela—, podría esperar a estar completamente seguro antes de firmar.

Entendía lo que sentía Diego. Hasta que un perro se crean lazos después de tantos años. Y yo había sido su sombra durante los últimos dieciséis.

—Alejandro se queda conmigo —dijo, mirándome, expectante de mi reacción.

Y yo acepté sin reparos. Renunciaba a ambos.

Diego me estudió en silencio, buscando en mi rostro algún atisbo de dolor, tristeza o añoranza. Sin embargo, no encontró nada.

Confirmando que mis palabras eran ciertas, furioso, apretó el bolígrafo y firmó con trazos tan firmes que casi perforó el papel.

Mientras tanto, yo revisaba meticulosamente el acuerdo de división de bienes, antes de abandonar su oficina, sin mirar atrás, y completamente satisfecha.

En el silencio que quedó, el abogado Torres contuvo por unos minutos el aliento, sintiendo el frío glacial que emanaba de Diego.

—¿Desea que anunciemos públicamente el divorcio, señor García? —preguntó con cautela.

—No —respondió Diego, con la voz más calmada—. Solo está siendo caprichosa.

Al decirlo, incluso su ceño fruncido se relajó un poco, como si intentara convencerse a sí mismo.

—Que no se filtre esta información. No se preocupe, volverá por su propia cuenta —añadió, casi con suficiencia—. Solo está sufriendo amnesia y se ha olvidado de Alejandro y de mí. Me amó y nos amó tanto… Seguramente, pronto se acordará de nosotros. —Suspiró—. Los médicos dijeron que su pérdida de memoria era temporal. Cuando recapacite, vendrá llorando, desconsolada, suplicando por una reconciliación. Este divorcio será su castigo por habernos olvidado tan fácilmente. Y, cuando regrese, arrepentida, entonces la perdonaré.

El mal humor de Diego se esfumó de pronto, y, despreocupado, bebió un sorbo de café, mientras el abogado se secaba el sudor de la frente con un pañuelo, preguntándose si en verdad era un capricho. Ambos habían firmado, y los bienes ya estaban repartidos…

Al marcharme, creí que sentiría nostalgia, después de todo, había vivido allí seis años. Pero lo único que experimenté fue una ligereza liberadora, como si me hubiera deshecho de unas horribles cadenas.

Ya no era la esposa de alguien tan déspota como él. Ni la madre de alguien tan desagradecido como Alejandro. Ya no tendría que complacerlos más, ni temer el rechazo de ambos.

Aproveché que ambos estaban afuera para llamar a tres empresas de mudanzas, pagando miles de dólares en tres camiones.

Empaqué todos mis bolsos de lujo, vestidos, joyas, productos de belleza, mis utensilios de repostería —esa colección de alta calidad que había seleccionado con tanto esmero—, los muebles que me gustaban, los adornos que había comprado… Incluso, me llevé los costosos regalos que alguna vez había comprado para Diego y Alejandro, aquellos que habían despreciado y habían relegado al rincón más oscuro del armario. Los vendería de segunda mano, después de todo, no notarían su ausencia, y así, al menos, tendrían utilidad.

Ahora, divorciados, seguro les disgustaría volver a ver esos objetos que consideraban indeseables.

Fueron tantas cosas que pensé que los tres equipos de mudanza demorarían una eternidad. Sin embargo, para mi fortuna, terminaron en menos de dos horas.

La casa quedó desolada.

Diego encontraría el espacio más ordenado y amplio que nunca. Siempre había odiado el exceso de pertenencias, y, ahora, por fin, todo estaba tan vacío como le gustaba. Un gesto sumamente considerado de mi parte, para que tanto él como Alejandro pudieran darle la bienvenida a la próxima dueña de casa.

Antes de cruzar el portón por última vez, miré hacia atrás, echándole una última mirada a la hacienda.

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