Sin embargo, al cerrar los ojos, todo parecía haber ocurrido el día anterior.Ese día llovía a cántaros. Diego y yo estábamos en la autopista cuando, de pronto, recibió una llamada. Y yo oí con claridad la voz al otro lado de la línea:—Señor García, un grupo de acreedores está causando disturbios en la mansión de la familia González. Han ido a buscar problemas con la señorita González.Diego, preocupado, giró la cabeza para mirarme. Sabía que no me estaba pidiendo permiso, sino advirtiéndome que iría a rescatar a Camila. Lo cual quedaba en la dirección opuesta a la que íbamos. —Déjame en la próxima área de servicio —murmuré entre dientes:— Tomaré un taxi para regresar.Apenas bajé del auto, a pesar de que abrí el paraguas de inmediato, acabé empapada, cuando el lujoso automóvil negro pasó rugiendo frente a mí, salpicándome el rostro con agua sucia.El taxi que tomé, viejo y destartalado, derrapó por completo en la autopista. Cuando el vehículo perdió el control, un escalofrío m
Diego llevaba tiempo queriendo divorciarse de mí para volver a cortejar a Camila.Como él deseaba, se lo notifiqué al abogado de la familia García y ambos acudimos juntos a su oficina.—Acepto el divorcio —dije con total serenidad, mirándolo sin resentimiento alguno.Diego pareció sorprendido, mientras el abogado, Raúl Torres, nos entregaba a cada uno una copia del acuerdo de divorcio.Firmé el mío con rapidez y tranquilidad, deslizando el bolígrafo sobre el papel con un suave rasgueo. Sin embargo, cuando llegó el turno de Diego, este dudó, y sus dedos palidecieron al apretar el bolígrafo con fuerza. —Señor García —intervino el abogado, con cautela—, podría esperar a estar completamente seguro antes de firmar.Entendía lo que sentía Diego. Hasta que un perro se crean lazos después de tantos años. Y yo había sido su sombra durante los últimos dieciséis. —Alejandro se queda conmigo —dijo, mirándome, expectante de mi reacción.Y yo acepté sin reparos. Renunciaba a ambos. Diego
—No volveré jamás.—Señora... ¿de verdad se va? —preguntó Silvia, plantada en la entrada, mientras se jugaba las lágrimas. Era la única sirvienta que aún quedaba desde mi llegada. La única que me había tratado como a una hija, con genuino cariño. Y supe que solo ella lloraría mi partida con lágrimas auténticas. —Deberías felicitarme —dije, sonriéndole y tomándole las manos con cariño—. Esto es una verdadera liberación para mí.Diego actuó con eficiencia empresarial: en cuestión de horas, transfirió los bienes acordados. Y yo, con solo los intereses de mis cuentas, compré un ático de doscientos metros cuadrados que había codiciado desde el mes anterior. Los antiguos dueños habían emigrado, dejando tras de sí un decorado romántico estilo francés, del cual me enamoré de inmediato. Sin necesidad de reformas, podría instalarme esa misma noche. Entusiasmada, firmé el contrato antes de que cambiaran de idea, tras lo cual el personal de mudanza descargó todo en cuestión de horas, y l
—La verdad es que tengo muchas ganas de volver a la compañía —lo confesé de forma abierta, jugando nerviosa con el mantel:— Pero llevo cinco años alejada del mundo laboral.Miguel dejó los cubiertos sobre el plato con un suave clic. Sus ojos, siempre tan perceptivos, me estudiaron con intensidad.—Con tus extraordinarias habilidades, retomarás el ritmo en cuestión de semanas —afirmó con convicción:— ¿Acaso has olvidado a esa mujer que brillaba en el mundo de los negocios?Un latido acelerado sacudió enseguida mi pecho. Recordé vívidamente la euforia de firmar mi primer contrato importante: la tinta fresca sobre el papel, el caloroso apretón de manos que sellaba mi primer triunfo...Asentí lentamente.—Está bien. Volveré.Sin embargo, dos días después llegó el cumpleaños de papá. Miguel y yo acudimos juntos a la casa.Con las manos sudorosas y la garganta seca, solté la bomba:—Me he divorciado.Ricardo López se llenó de rabia y alzó el brazo como si fuera a darme un golpe.—¡Padre! —la
La piel de Miguel era de una blancura inmaculada, tan fina y suave que casi brillaba bajo la luz tenue de la lámpara. Me imaginé cómo se sentiría al tacto —quizás era tan delicada que incluso enrojecería con la más leve presión.Su bata estaba mal cerrada, revelando de esta forma más de lo que debía. Desde mi posición, podía ver con claridad la mitad de su pezón, que sobresalía ligeramente en su pectoral bien definido. Todo en él mostraba los resultados de arduas horas en el gimnasio: músculos tonificados, piel tersa... y esos pezones pálidos que, desde ciertos ángulos, dejaban entrever un tono rosado vergonzosamente atractivo.Solo de mirarlo, mi nariz se llenó de su fragancia —una mezcla de jabón de almendras y algo esencialmente masculino.—Morder ese impresionante cuerpo debía ser una delicia—, pensé por unos minutos sin querer. —Y si llora... sería aún mejor.El solo hecho de imaginar esa escena hizo que mi rostro ardiera como brasa. Sacudí temerosa la cabeza con fuerza, como si p
Miguel llevaba una camiseta blanca de algodón suave y un pantalón gris. Parecía un universitario cualquiera.No, espera... la verdad es que se había graduado hacía poco.—Qué juventud... —suspiré, recostada en el sofá mientras observaba disimuladamente.Mis ojos recorrieron de forma fugaz su figura: esas caderas estrechas, esa cintura definida...—Magnífico... qué exquisito banquete visual —murmuré para mis adentros:— Ahora entiendo por qué las mujeres ricas mantienen modelos jóvenes.Miguel se acercó cauteloso con el café en mano. Enseguida adopté una expresión seria y me sumergí en una revista como si nada.Tomé la taza y di un sorbo. En cuanto Miguel se sentó, Lumbre saltó sobre sus piernas y comenzó a amasar con sus patitas el tejido gris.Mi mirada se fijó de manera instintiva en ese movimiento rítmico... hasta que algo me llamó la atención.Espera... ¿pantalón gris?Sin querer, mis ojos se desplazaron unos centímetros más al norte.—Qué... grande —la palabra escapó de mis labios
Alejandro, con esa familiaridad desconcertante que lo caracterizaba, se coló por la puerta como un sigiloso gato y se instaló con descaro en el sofá sin esperar invitación.Parecía haber olvidado por completo cómo, durante su última visita, me había exigido que me arrodillara para suplicar su perdón.Abrió el álbum con gran entusiasmo y me arrastró hacia él:—Mamá, mira. Esta es cuando aún estaba en tu barriguita. ¡Y esta otra es cuando nací! ¿Verdad que era adorable? La abuela dice que era el bebé más bello de todo el hospital.Intentaba por todos los medios despertar mi instinto maternal.Pero al ver aquellas fotos, solo sentí un dolor profundo por la mujer que fui.En las imágenes, mi cuerpo aparecía bastante esquelético, con solo el vientre grotescamente hinchado. Los vómitos constantes me habían dejado por cierto demasiado demacrada y fea. Mi cabello, antes lustroso, parecía paja seca. Y Alejandro, incluso en el útero, era un tirano: pateaba sin piedad alguna cada noche.—Qué egoís
Actuando con total naturalidad, comenté:—Delicioso, sí que era coñac.Avancé unos cuantos pasos, dejando atrás a un Miguel paralizado, con el rubor extendiéndose desde sus mejillas hasta las orejas.Pero en cuestión de segundos, me alcanzó corriendo y me envolvió en un abrazo que me dejó sin aliento. Se inclinó cariñoso para enterrar su rostro en mi cuello, como un niño que acaba de recibir el regalo de sus sueños.—Isabella... te quiero tanto... —murmuraba una y otra vez, con esa voz ronca que se me clavaba directo en el pecho.Al llegar a casa, pareció sacudirse la borrachera de un golpe. Me empujó apresurado contra la puerta principal, sus ojos ardientes como brasas.—Isabella... ¿puedo besarte? —preguntó, con una voz que era más una súplica que una simple pregunta.Ante mi aprobación, se abalanzó como un cachorro hambriento. Sus labios encontraron los míos con una urgencia infinita que me hizo tambalear.La verdad no recuerdo cómo llegamos a la cama. Solo el sonido de nuestra respi