Capítulo3
Me coloqué los pendientes de perlas antes de salir con calma, y, al verme bajar apresuradamente las escaleras, Camila se mostró inmediatamente incómoda.

—Señora García, yo solo... —comenzó a decir.

Pero yo la interrumpí.

—Tranquila, Camila, no pasa nada. Quédate aquí. Sé que pasas tres horas al día en el autobús yendo y viniendo —dije, tomando los zapatos que me tendía la sirvienta—. No te sientas obligada. Para mí también es una alegría que hayas regresado.

Alejandro pareció sorprendido y se quedó paralizado un instante.

Antes, cuando su padre bebía y pronunciaba con maldad el nombre de Camila, su madre solía enrojecerse y llorar en silencio. Porque sí, la visita de Camila a casa de Alejandro el mes anterior no había sido su primer encuentro.

Alejandro había visto por curiosidad, a escondidas, las fotos de esa mujer que su padre guardaba con cuidado en el cajón, junto a los nombres de otras mujeres que siempre murmuraba borracho.

Aquello se había convertido en su mejor arma para castigar a su «mala madre».

Pero ahora, esa arma parecía no funcionar, por lo que exigió:

—¡Quiero helado! ¡Tráeme dos! ¡No, pensándolo bien quiero diez!

No obstante, la única respuesta fue el sonido de la puerta cerrándose de golpe tras de mí.

Durante mi estancia en el hospital, había estado desaliñada y sucia. Ahora que por fin me habían dado el alta, necesitaba ir con urgencia al centro de estética para cuidar mi piel. Afuera, el chófer llevaba un largo rato esperando.

Adentro, Alejandro borró toda expresión de su rostro.

—Jovencito, aquí tiene su helado —dijo la sirvienta, apresurándose a sacarlo del congelador.

—No quiero nada —gruñó, tirándolo al suelo sin mirarlo.

Acto seguido, clavó la mirada en la puerta cerrada. ¿De verdad su madre no se acordaba de él?

Ana Díaz, la madre de Diego, tras enterarse del regreso de Camila y de que Diego la había contratado como profesora de piano de Alejandro, llegó emocionada, cargada con varias bolsas de lujo.

Una vez, sentada muy cómodamente en el sofá, la elegante dama tomó las manos de Camila.

—Camila, cariño, cuánto has sufrido... —dijo, con tono lastimero—. Si te hubieras quedado con Diego desde el principio, ayudándolo a gestionar el Grupo González, tu familia no habría quebrado.

Camila se mostró alarmada.

—Tía Ana, por favor, no diga eso. Lo pasado ya no tiene remedio. Estoy agradecida de que el presidente García me haya ofrecido este excelente trabajo.

—No hay nada malo en decirlo. Con Alejandro bajo tu cuidado, me quedo más tranquila —dijo Ana, dándole unas palmaditas en la mano, satisfecha, antes de añadir en voz baja—: Diego va a divorciarse, ¿lo sabías? Justo cuando regresaste ... ¿No te ha dicho nada? No te preocupes, hasta Alejandro te adora. En esta familia no te faltará nada. Y diego ayudará a los González a recuperarse.

Ana no me avisó de su visita, a pesar de saber que estaba en casa. Y yo tuve el suficiente tacto como para no interrumpir la reunión.

No solo Diego y Alejandro querían a Camila. Ana, la madre de Diego, también la adoraba con el alma. Incluso, antes de que me casara con su hijo, ella ya deseaba a Camila como nuera.

Camila, proveniente de una familia culta, era un buen partido para los García. Y, cuando Diego se enamoró de ella a primera vista, Ana se regocijó, planeando, entusiasmada, la unión de ambas familias.

Sin embargo, Camila no lo correspondió. Rechazó dos veces, sin dudar, la declaración de Diego y se marchó al extranjero para continuar sus estudios musicales.

Aunque decepcionada, Ana admiró aún más a Camila por su determinación e independencia. En cambio, a mí me veía como una simple intrusa, una maldita trepadora sin clase que haría lo que fuera por casarse con Diego.

Podía sentir su desprecio, incluso su profundo asco, aunque sus buenos modales no le permitían mostrarlo abiertamente.

A veces pensaba: si Camila se hubiera casado con Diego, todos habrían sido felices.

En ese momento, mi celular vibró. Era un mensaje: la indemnización del seguro por el accidente había sido depositada.

Por un momento, creí que el miedo me haría olvidar lo ocurrido aquel día.

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