RONAN
Han pasado seis meses.
Seis malditos meses en esta tumba de roca, encadenado como un animal.
La plata arde. Incluso cuando no me muevo, me quema la piel. Siento cómo ha comido mi carne hasta fusionarse con mis huesos. Las muñecas, los tobillos y el cuello: cada punto de contacto es una herida abierta, sangrante, constante. A veces me despierto gritando sin haber dormido. A veces olvido que soy lobo.
Pero no olvido quién soy.
Yo soy Ronan.
Último heredero del linaje puro del fuego. Alfa por sangre.
Y aunque me han querido doblegar, aún conservo lo único que no pueden arrebatarme: la voluntad.
Escucho los pasos.
No necesito verla para saber que es ella. Su perfume siempre llega antes: dulce, corrompido, como una flor envenenada.
Naia. La que me encierra, me golpea y luego susurra como si le importara.
La puerta de hierro se abre. El eco de los cerrojos resuena como un trueno en la gruta.
—Hoy luces más fuerte, Ronan —dice Naia con esa voz de terciopelo que me da náuseas—. ¿T