ASTRID
Todo era oscuridad. No una oscuridad cualquiera, sino esa densa y profunda que parece tener vida propia, como si respirara al ritmo de mi angustia. El silencio pesaba tanto como el aire; cada sonido era apenas un eco lejano, perdido entre sombras que parecían observarme. Sentía mis pies firmes sobre un suelo invisible, pero nada me sostenía realmente. Estaba sola. O eso creí.
Entonces, sin previo aviso, luces comenzaron a encenderse frente a mí, flotando en la penumbra como luciérnagas embrujadas. Eran pantallas. Docenas de ellas, suspendidas en el vacío, cada una mostrando algo diferente, como si alguien estuviera proyectando los recuerdos de otra vida.
En la primera, Magnus besaba a Sigrid. Sus labios se encontraban con desesperación, como si el mundo fuera a acabarse en ese instante. Sentí como si una lanza ardiente me atravesara el pecho. No solo por la traición, sino porque en algún rincón olvidado de mi mente, esa escena ya me era conocida. Me había dolido antes.
Otra pan