RONAN
La madera podrida crujió bajo mis botas mientras empujaba la puerta de la vieja cabaña. El olor a humedad, tierra y sangre seca se mezclaba con el aire espeso de ese lugar olvidado. No había luz, salvo la que se filtraba por las grietas de las paredes. Una ráfaga de viento hizo que la puerta rechinara detrás de mí, pero no me giré. Ya no me asustaban los sonidos de la noche. Los verdaderos monstruos no hacían ruido.
Ella estaba ahí, sentada junto a la chimenea apagada, como una figura atrapada en el tiempo. El cabello desordenado le caía por los hombros como si llevara años sin sentir un cepillo. Sus manos descansaban en su regazo, cubiertas de cicatrices frescas y otras ya cerradas, pero igual de marcadas. Las cadenas que alguna vez la ataron le habían dejado una firma imborrable.
Levantó la vista al oír mis pasos, los ojos entornados por la luz tenue.
—¿La viste? —preguntó, su voz ronca, áspera por el encierro y el silencio—. ¿Viste a Astrid?
Tragué saliva. Su mirada me perfor