ASTRID
El sonido seco de mis puños chocando contra el saco de boxeo llenaba la sala de entrenamiento. Era rítmico, casi hipnótico, como un latido. Izquierda, derecha, gancho, directo. Repetía la secuencia una y otra vez, sintiendo cómo la tensión se drenaba de mis músculos con cada golpe.
Angela estaba sentada en uno de los bancos, observándome con atención, mientras Antony jugaba cerca del ventanal con unos bloques de madera. Su risa, suave y alegre, me sacaba sonrisas incluso en medio del sudor y la concentración.
—No has parado desde hace casi una hora —comentó Angela, cruzándose de brazos—. ¿Seguro que estás bien?
Bajé los brazos y respiré hondo antes de girarme hacia ella.
—No lo sé… —admití, secándome el sudor con una toalla—. He estado un poco... confundida.
Angela arqueó una ceja.
—¿Confundida? ¿Por qué?
Me acerqué, dejando el saco de boxeo balanceándose tras de mí, y me senté a su lado. Miré de reojo a Antony, que ahora estaba absorto construyendo una especie de castillo.
—H