RONAN
El comedor estaba en silencio. Tan grande, tan lleno de luz, y sin embargo… vacío. El desayuno se enfría sobre mi plato mientras remuevo el café con una lentitud absurda. No tengo hambre. No tengo sueño. No tengo paz.
El eco de lo que sucedió anoche aún me retumba en la cabeza.
Astrid, de pie bajo la luna, con los ojos abiertos como los de una loba atrapada, hablándome de un bebé que no estaba allí.
Aún puedo escuchar su voz temblorosa. El modo en que su cuerpo se aferró al mío como si, si la soltaba, iba a desaparecer con la bruma del jardín.
—¿Ya despertó? —la voz de mi madre me saca del trance.
Se sienta a mi lado, con una taza humeante entre las manos.
Sacudo la cabeza.
—No. Astrid sigue dormida. Desde anoche… no ha abierto los ojos.
—¿Llamaste al médico de la manada?
—Sí. Dijo que físicamente está bien… sólo está agotada.
Mí madre baja la mirada. Se toma un segundo antes de hablar.
—Estoy preocupada por ella, Ronan.
Y ahí está. Otra vez. Esa palabra: preocupa