CAPÍTULO 49

ASTRID

Freya estaba en medio del campo, respirando con dificultad, su pequeño cuerpo cubierto de polvo, mientras Ronan se mantenía firme, imponente, observándola con ojos de acero.

Marina estaba sentada a mi lado, en silencio. Pero yo no podía quedarme tranquila. Cada vez que Freya fallaba un movimiento, cada vez que tropezaba o caía de rodillas, algo dentro de mí se retorcía.

No era mi hija, pero la sentía como mía.

—Está agotada —murmuré sin poder contenerlo.

Marina suspiró, sin apartar la vista.

—Y aún así, no se rinde.

Ronan le exigió que repitiera la secuencia. Un salto hacia atrás, una rotación, y un golpe directo con la palma al saco de arena que colgaba del roble. Pero Freya apenas logró alzarse, sus piernas temblaban y sus ojos se velaban por el cansancio. Cayó al suelo con un gemido.

—¡Levántate, Freya! —rugió Ronan—. No puedes caer cada vez que algo se vuelve difícil.

Me puse de pie.

—¡Ronan, basta! —grité, bajando por la pendiente—. ¡Mírala, está exhausta!

Freya intentó
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