MAGNUSLo primero que hice fue lanzar el portavasos contra la pared. El golpe seco fue como una descarga que no alivió nada, pero necesitaba destrozar algo. Mi puño temblaba, y no de miedo. De rabia.Mis pulmones no daban abasto, jadeaba como un maldito animal acorralado.—¡Maldita sea! —rugí, y de un solo manotazo barrí todo lo que había sobre el escritorio. Papeles, mapas, el sello real, incluso el reloj antiguo de mi padre. Todo cayó al suelo con un estruendo que vibró en mi pecho como si fuera el eco de una guerra interna.Mi beta, Silas, ni se movió. Permanecía de pie, con las manos cruzadas a la espalda, aunque sus ojos decían más de lo que su boca estaba dispuesta a soltar.—¿Lo sabías, verdad? —le gruñí, con los dientes apretados—. ¿Desde cuándo?—Hoy lo confirmaron oficialmente —dijo con su tono mesurado, casi clínico—. El reino de la Tierra ha decidido cancelar la alianza.Sentí que me arrancaban un pedazo de piel. Esa alianza me había costado años. Y ahora… ¿se rompía así,
ASTRIDCaminábamos en silencio por el sendero que llevaba al campo de entrenamiento. Elliot iba a mi lado, con las manos en los bolsillos y esa expresión que usaba cuando estaba pensando demasiado. Lo conocía lo suficiente como para saber que algo le daba vueltas en la cabeza. Finalmente, habló.—Ese collar —dijo, con la mirada puesta en el amuleto que colgaba de mi cuello—. El de las lunas de los Alfas… ¿Ronan te lo dio?Lo miré, sintiendo cómo una suave oleada de calor me subía por el pecho. Apreté el colgante entre mis dedos antes de asentir.—Sí —respondí—. Me lo dio hace poco. Elliot se detuvo en seco. Yo avancé un paso más y luego giré para enfrentarlo. No era sorpresa para ninguno de los dos.—¿Entonces ya…? —dijo, sin necesidad de terminar la frase.Asentí otra vez, esta vez más despacio.—Sí, Elliot. Mi relación con Ronan… pasó al siguiente nivel. Y no fue solo eso. Me enamoré de él.La forma en que tragó saliva me rompió un poco el alma, pero él solo desvió la mirada por un
ASTRID Cruzamos los grandes portones del Reino del Viento, y el pasado se me vino encima como un vendaval helado.La mansión se alzaba imponente, igual que la recordaba, con esas torres grises que cortaban el cielo y ese aire húmedo que olía a bosque y a memorias enterradas. Pero esta vez, no llegaba como la esposa traicionada, sino como la reina del Reino del Fuego. Y eso lo notaron todos.Apenas entramos al vestíbulo, las miradas comenzaron a clavarse en mí como cuchillos invisibles. Murmullos. Silencios abruptos. Algunas bocas se fruncían con desagrado, otras solo me seguían con asombro. Lo sentí todo. Porque yo había sido una de ellos. Había amado este lugar. Había dado todo por esta manada… y ellos me dieron la espalda cuando más lo necesité.Recordé esa noche con claridad hiriente.Magnus me miraba con esa frialdad con la que se desecha a alguien que ya no importa. Esa fue la última vez que lloré por él. Esa fue la última vez que me rogué a mí misma quedarme.Ahora, caminaba en
RONANEl motor rugía suave, casi como un susurro bajo la música apagada del tablero. El cielo estaba cubierto, grisáceo, como si el mundo también presintiera lo que se venía. Astrid miraba por la ventana desde el asiento del copiloto, el cabello recogido en una trenza suelta que dejaba mechones escapar por su rostro. Desde que salimos, no había dicho una palabra.Yo tampoco.Pero el silencio pesaba más que cualquier discusión.—No podías haber ido sola —solté de pronto, sin poder contenerme más.Ella giró lentamente el rostro hacia mí.—No fui sola. Elliot estaba conmigo.—Elliot es un omega. Magnus es un Alfa. Un Alfa enfermo, cruel, manipulador. ¿Y tú vas, así, sin decirme nada?—¡No necesitaba tu permiso! Sigrid, murió—espetó, con la voz afilada como cuchillas.—¡No se trata de permiso, Astrid! Se trata de que eres mi esposa. Eres la reina del fuego. ¡Y ese bastardo es peligroso!Astrid cruzó los brazos, apretando la mandíbula.—¿Y qué querías? ¿Que me escondiera para siempre? ¿Qu
Los golpes de Ronan resonaban secos en la puerta de la habitación de Lucian. Una, dos, tres veces. Pero no hubo respuesta.—¡Lucian! —llamó Ronan, con la voz cargada de autoridad—. Abre la puerta, ahora.Silencio.Podía sentir la impaciencia de Ronan aumentar. Sus puños se cerraron a los costados, su mandíbula apretada, ese gesto que solo mostraba cuando estaba a punto de perder el control.—Déjame a mí —le dije suavemente, colocando una mano sobre su brazo.Me miró de reojo, su ceño aún fruncido, pero asintió. Me acerqué a la puerta, respiré hondo.—Lucian, soy yo —dije, con toda la dulzura que pude reunir—. Solo quiero hablar contigo. No estás solo, ¿sí? Puedes confiar en nosotros.Segundos. Largos. Nada.Ronan ya no esperó más. Empujó la puerta con fuerza y esta se abrió de golpe, golpeando la pared.La habitación estaba vacía.La ventana, abierta.La brisa de la noche entraba fría, agitando las cortinas con un movimiento burlón. Me acerqué al alféizar y vi las marcas en el marco, l
ASTRIDEl día era perfecto.El sol brillaba alto, el aire olía a tierra mojada y flores silvestres, y el río corría cantando su canción de siempre entre las piedras. Caminaba a un paso tranquilo, siguiendo a Eunice, que corría adelante riéndose mientras Akmar trotaba detrás de ella, su melena dorada ondeando como una bandera.Lucian no pudo venir hoy. Tenía un entrenamiento especial con Rambo. A veces me costaba creer cuánto había crecido ese niño en tan poco tiempo.Suspiré, acomodándome la bufanda alrededor del cuello, disfrutando del calorcito que aún resistía en la tarde.—¡Astrid! —gritó Eunice desde más adelante—. ¡Mira lo que Akmar puede hacer!La vi detenerse junto al león, que obedecía cada orden que ella le daba, rodando por el suelo o sentándose en posición de guardia. Sonreí. Esa niña tenía un don especial para conectar con las bestias.—¡Muy bien, Akmar! —le grité entre aplausos.—¡¿No es el mejor león del mundo?! —presumió Eunice, echándose hacia atrás para abrazar el cue
ASTRIDHabía colocado la última flor en el centro de la mesa cuando escuché el crepitar del fuego en la chimenea, llenando el salón de un aroma cálido, familiar.Todo tenía que ser perfecto. Esta noche era para él. Para Ronan.Me alisé las manos nerviosas sobre el vestido azul oscuro que había elegido con tanto cuidado, de tela liviana y bordado en plata. Lo había tenido guardado para una ocasión especial, y ¿qué podía ser más especial que el cumpleaños del hombre que amaba.Me rocié apenas un poco de la loción que él me había regalado meses atrás. Esa que olía a violetas y bosque tras la lluvia. Sabía que Ronan la reconocería de inmediato.Respiré hondo. Sonreí para mí misma.Hoy nada podía salir mal.Unos golpes suaves en la puerta interrumpieron mi concentración.Lila asomó la cabeza, con una sonrisa discreta.—Astrid, ya regresaron —avisó.Mi corazón dio un pequeño salto de emoción.Me apresuré hacia la entrada, mi falda flotando a mi alrededor, las manos temblándome apenas de anti
Mi lobo dentro de mí estaba inquieto, gruñendo, presintiendo la tormenta que se avecinaba.Rambo a mi lado con su mandíbula tensa. Detrás de nosotros, nuestra manada: betas. Cuando llegamos a la frontera, los vi.Un ejército de betas aguardaba, uniformados con armaduras de cuero negro y símbolos del Reino del Agua grabados en el pecho.Claudia estaba al frente, su cabello trenzado, los ojos fríos como el hielo.A su lado, Naia.—¿Qué demonios es esto, Naia? —rugí.Ella avanzó unos pasos, con la sonrisa de quien cree tener la partida ganada.—Venimos a reclamar lo que es nuestro.—¿Y qué es exactamente lo que crees que te pertenece? —gruñí.Naia se irguió, orgullosa, como si su palabra fuera ley.—Quiero a mi hijo —anunció.Me quedé helado un segundo.Luego, reí. Un sonido seco, rabioso.—No te vas a llevar a Lucian —espeté—. Ni hoy, ni nunca.Ella entrecerró los ojos, como si esperara esa respuesta.—Ronan, nadie en tu manada aceptará un líder que no sea hijo de su alfa legítimo —dijo