CAPÍTULO 22

ASTRID

Ronan me besó.

Y no fue un beso cualquiera.

Fue intenso, salvaje, lleno de rabia y deseo.

Durante un par de segundos luché contra el impulso. Lo juro. Mi mente gritaba que lo alejara, que lo empujara, que no cayera en ese juego… pero mis labios…

Mis labios no la escucharon.

Se rindieron.

Se rindieron al roce de su boca, a la fuerza con la que sus manos me sostenían, al calor abrumador que explotaba en cada rincón de mi cuerpo. Quería apartarlo, de verdad. Pero en cuanto su lengua se deslizó dentro de mi boca, todo pensamiento coherente se desvaneció.

Mis manos —malditas traidoras— se aferraron a su cuello.

Y fue como si el mundo desapareciera, como si solo existiéramos él y yo, en medio de ese fuego incontrolable que nos devoraba vivos.

Ronan me soltó las muñecas. Su tacto se deslizó por mis costados, lento, casi reverente, y después más atrevido, más exigente. Su cuerpo se frotó contra el mío, firme, potente.

Gemí.

Era un gemido que llevaba demasiado tiempo conteniéndose. Una
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