El vapor aún flotaba en el aire cuando salí de la ducha, el agua caliente no había conseguido apaciguar el fuego que ardía dentro de mí. Me pasé una toalla por el cabello mientras me acercaba al ventanal. La noche en el Quinto Reino era densa, pesada como el hierro que rodeaba nuestras murallas. Por más que trataba de limpiar mi mente, su rostro volvía… ella.
—No hay rastros —dijo una voz a mi espalda.
Me giré. Emir.
Mi único aliado que aún no me mira como un arma. Mi compañero de batalla, un omega de corazón fuerte y alma leal. Lo observé de pie junto a la puerta, su rostro cansado.
—¿Estás seguro? —le pregunté, apretando los dedos contra el marco de la ventana—. ¿Nada sobre ella?
—Nada. He interrogado a los centinelas, incluso a los heridos que volvieron. Dicen que apenas la vieron, solo un destello… pero tú sabes cómo son los rumores.
Cerré los ojos con fuerza.
—No son rumores —dije entre dientes—. Yo la vi. No solo la vi… la sentí. Su presencia. Su olor. Era Eunice.
Emir vaciló.
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