FREYA
El aire era más cálido al otro lado de la cueva, y cuando salimos, la luz dorada del atardecer me hizo entrecerrar los ojos. Me dolía todo el cuerpo y aún sentía el temblor en mis piernas, pero lo primero que hice fue girarme y mirar hacia atrás.
—¿Dónde están? —pregunté, con un nudo en la garganta.
—¿Eunice? —dijo Caleb, mirando también hacia la entrada—. ¿Leif?
Akmar, que había salido con nosotros, gruñó con suavidad, luego bajó el hocico al suelo. Comenzó a olfatear con insistencia y, antes de que pudiéramos reaccionar, giró sobre sus patas y se adentró de nuevo en la cueva.
—¡Akmar! —grité—. ¡No! ¡Es peligroso!
Me lancé tras él, pero Caleb se interpuso en mi camino, firme, con su mano en mi brazo.
—Freya, no. No podemos arriesgarnos. Si entras ahora podrías quedar atrapada también.
—Pero… —quise protestar, el miedo me ardía en el pecho—. ¡Pueden estar heridos!
—Eunice conoce esas cuevas mejor que nadie —intervino mi padre, Ronan, con su voz profunda y pausada—. Si hay alguie