El jardín estaba cubierto por la suave luz de la luna y los focos de las lámparas que alumbraban el exterior alrededor de la mansión. El aire fresco acariciaba el rostro de Adara mientras estaba sentada en el césped con sus manos entrelazadas sobre las rodillas, mientras que los pensamientos rondaban en su mente, pesados, inquietantes, como si estuviera atrapada en un mar de incertidumbre. Su naturaleza, tan nueva y desconocida, ahora formaba parte de su existencia, y la carga que sentía sobre sus hombros era aplastante. La visión de su vida, de lo que había sido y lo que debía ser, estaba fragmentada. No tenía respuestas, solo más preguntas.
El crujir de las ramas bajo unos pasos la hizo levantar la mirada. Vladislav apareció entre los arbustos, su figura alta y majestuosa destacaba en el jardín. La observó en silencio, como si estuviera analizando cada uno de sus movimientos. Su expresión se suavizó al verla tan sumida en sus pensamientos.
—¿Qué tienes? —preguntó en voz baja y curio