El amanecer había comenzado a extender un tono grisáceo sobre el horizonte, como si el cielo estuviera conteniendo la respiración antes de un estallido inevitable. Ionela dormitaba recostada contra un árbol, agotada, mientras Adara permanecía en silencio, observando el claro como si pudiera ver más allá del bosque, más allá del tiempo mismo.
El equilibrio recién adquirido vibraba dentro de ella, cálido, latente, casi inquietante por su fuerza. La parte perdida que había recuperado no hablaba con palabras, sino con dirección. Con certeza.
Y esa certeza, desde que despertó, apuntaba hacia un mismo lugar.
La manada Drakos.
Adara cerró los ojos, dejando que la luz interior —esa nueva y antigua a la vez— se expandiera despacio como un pulso. La sensación era distinta al poder que había conocido antes: no era un empuje, era un reconocimiento. Un abrir de ojos de algo que había dormido demasiado tiempo.
Cuando volvió a respirar, lo sintió. Un temblor tenue, pero profundo, la sorprendió, como