El aire olía a raíz húmeda y a resina quebrada cuando Elia despertó. No fue una sacudida ni un sobresalto. Fue como si el bosque la hubiera exhalado suavemente al mundo visible. Su cuerpo, aún tendido, ya sabía que debía moverse. Había un pulso bajo tierra que no solo la llamaba: latía al compás de su esternón, como si su cuerpo fuera eco de algo que nunca dejó de vibrar.
Riven no estaba, pero no era ausencia. Era preparación. Se encontrarían más adelante, como dos senderos que saben dónde confluir. Elia se envolvió con su manto de fibras gruesas, trazó una línea con ceniza sobre su pecho —del esternón al ombligo— y salió al claro. No era un trazo decorativo. Era una costura entre lo invisible y lo encarnado. Un hilo de humo fijo sobre carne viva.
El cielo, aún entintado de violeta, parecía detenerse en un suspiro. La hondonada del capítulo anterior no había cambiado en forma, pero sí en energía. Ya no era solo un espacio antiguo. Ahora era un cuerpo despierto. Un lugar que observaba,