El día había madurado sin que Elia se diera cuenta. Afuera, el bosque tejía su propio ritual de luces filtradas y murmullos de brisa, como si supiera que ella había cruzado un umbral que no tenía regreso. No habló durante el ascenso. Riven y Lena tampoco. El silencio era una capa más sobre sus cuerpos, como la humedad de las hojas o el aliento de la tierra. Todo lo que podía decirse, ahora debía germinar primero en el interior.
Cuando llegaron a la cabaña, el fuego aún ardía. No porque lo hubieran dejado encendido, sino porque había decidido no apagarse. Elia lo miró con una sensación que no era asombro ni costumbre: era reconocimiento. Como si incluso la llama supiera que algo en ella había cambiado de forma para siempre.
—¿Qué viste? —preguntó Lena, por fin.
Elia no respondió de inmediato. Se sentó junto al fuego y estiró las manos hacia él, no por frío, sino para sentir la textura del calor.
—No fue visión —dijo al fin—. Fue eco. Pero no de palabras. De lo que queda cuando ya nadie