La mañana se deslizó sobre el claro sin pedir permiso. No fue un amanecer, sino una revelación. Las hojas parecían más húmedas, los colores más saturados. El aire tenía ese peso suave que anuncia una conversación pendiente entre el cielo y la tierra.
Elia despertó sin sobresalto. Su cuerpo, aunque cansado, parecía aligerado de un peso que había llevado sin saberlo. Tocó la runa en su esternón: aún palpitaba, pero con el ritmo de quien ya no grita, solo recuerda.
Lena estaba de pie junto al fuego apagado. Riven cortaba ramas con precisión metódica. Ninguno hablaba. Y sin embargo, el silencio entre ellos no era vacío. Era contención. Algo se estaba gestando.
—Hoy descenderemos —dijo Lena al fin, sin mirarlos.
—¿Dónde? —preguntó Elia.
—Donde empezó la grieta. El umbral de los olvidados.
Riven no reaccionó, pero su gesto se volvió más lento. El cuchillo dejó de cortar. Lena giró por fin el rostro hacia Elia.
—¿Estás lista para ver lo que Yshaen escondió incluso de sí misma?
—¿Y si no lo r