Elia regresó al bosque como quien vuelve de un sueño que aún no termina. No sabía cuánto tiempo había pasado bajo tierra, ni si el sol que descendía era el mismo que había visto antes de entrar. Lo único que sabía con certeza era esto: ya no era la misma.
No caminaba como una heredera. Ni como una exiliada. Caminaba como una página que sabe que pronto será leída.
A su alrededor, el bosque no celebraba ni se apartaba. Simplemente existía, como si ahora la reconociera no como visitante, sino como parte del todo. El colgante sobre su pecho vibraba con una frecuencia suave, casi imperceptible. No latía por sí mismo, sino al compás de algo mayor. Como si estuviera en sintonía con un coro de voces invisibles.
Cuando alcanzó los límites de la cabaña, Lena la esperaba sentada junto al fuego. No tejía, no molía hierbas. Solo estaba allí, mirando la línea donde los árboles se volvían sombra.
—Has cambiado —dijo sin volverse.
—No del todo —respondió Elia, y su voz no era ni defensa ni duda. Era