Elia no regresó a la cabaña. No podía. Sus pies la guiaban, pero no era voluntad propia. Era un llamado que nacía en la marca, en el colgante, en cada página del cuaderno que ya no necesitaba abrir para saber lo que decía. Las palabras vivían en ella ahora. No como ideas, sino como instrucciones antiguas recordadas por la sangre.
El bosque cambió con cada paso. Las hojas eran más densas. El aire, más húmedo. Los troncos de los árboles parecían inclinarse levemente, reconociéndola. Un sendero invisible se formaba bajo sus pies. No era camino de humanos, sino uno que solo se abría para quien sabía escuchar el eco bajo la tierra.
A cada paso, un sonido leve. No de rama quebrada, sino de respiración vegetal. Como si la tierra exhalara viejos secretos con cada huella que dejaba. el eco bajo la tierra.
Tras horas de caminar en silencio, llegó. Una hondonada oculta entre laderas, cubierta por una maraña de raíces gruesas como serpientes dormidas. Allí, en el centro, un montículo de piedra ir