—Ha cruzado el umbral.
La voz era un murmullo contenido, casi un suspiro, pero todos en la sala lo oyeron con claridad. El eco de esas palabras se extendió como una vibración sorda entre las piedras del templo.
El Salón del Alba estaba tallado en lo profundo de la montaña, un santuario que muy pocos recordaban y aún menos se atrevían a visitar. Las antorchas no ardían con fuego común: su luz era azulada, como reflejo de lunas que ya no colgaban en el cielo.
El círculo estaba compuesto por siete figuras. Cada una representaba un fragmento del antiguo linaje: vigilantes, sabios, exiliados y guardianes del Velo. Sus rostros estaban cubiertos por máscaras simbólicas, menos uno: el más viejo.
En el centro se sentaba el Archivero de Ciclos, envuelto en una túnica blanca bordada con símbolos del tiempo lunar.
A su izquierda, la Vigía de la Medianoche —la mujer de ojos completamente blancos— permanecía inmóvil. Sus pupilas resplandecían con cada visión no dicha.
Junto a ella, el Portador de C