Ariana
El cielo olía a ceniza.
A muerte.
A final.
Los campos frente a la vieja fortaleza estaban manchados por la historia que acabábamos de escribir con sangre y traición. No había viento, ni pájaros, ni sonido alguno que no proviniera del eco sordo del desastre. Solo el silencio… ese que se cuela por los huesos cuando todo ha terminado y aún no sabes si sobreviviste realmente.
Me encontraba en lo alto de la colina, con los dedos crispados alrededor del borde de mi capa, la tela rasgada colgando como promesa incumplida. El olor de la pólvora y el humo seguía adherido a mi piel, a mis pensamientos. Desde aquí podía ver el campo de batalla, los cuerpos inmóviles, las decisiones que tomamos convertidas en cadáveres. La guerra, esa amante cruel, había tomado más de lo que estábamos dispuestos a perder.
Y aun así, yo estaba de pie. Respirando. Viviendo. Maldiciendo el precio.
—¿Es esto lo que querías, Ariana? —me pregunté en voz baja, sin esperar una respuesta—. ¿Convertirte en el rostro