Killian
El rugido de las explosiones me resulta casi reconfortante. Casi.
Porque en medio del caos, del olor a pólvora, de los gritos que desgarran la noche, hay una constante que martilla dentro de mí con más fuerza que cualquier bombardeo: su nombre. Ariana.
La guerra no da tregua. Y yo tampoco.
Pero incluso cuando empuño el arma, incluso cuando el barro se mezcla con la sangre y mis botas se hunden en esta tierra maldita, lo único que realmente siento es ese peso… el que me aplasta el pecho cada vez que cierro los ojos y veo su rostro. No como la última vez que la vi, con esa mirada rota que intentaba parecer fuerte, sino como la primera. Cuando me desafió con la barbilla en alto, como si yo no fuera nada para ella. Como si no pudiera aplastarme si quisiera.
Dios… ella podía.
—¡Killian! —grita Alec desde el flanco izquierdo—. ¡Necesitamos cobertura, maldita sea!
Mi dedo aprieta el gatillo sin pensar. Uno. Dos. Tres disparos. No tengo idea de si acerté o si simplemente estoy descarg