El océano estaba más silencioso que nunca. No era la paz lo que lo envolvía, sino una especie de pausa antes del desastre. El agua, normalmente cálida, se sentía fría y densa alrededor de Archer, como si el mar mismo temiera lo que se avecinaba.
Había pasado días sin ver a Ermys. Desde aquel fatídico momento en que ella lo rechazó, se había perdido en un torbellino de pensamientos y emociones. La rabia, la confusión y la tristeza se enredaban en su pecho como algas oscuras que le impedían respirar. Pero aún conservaba una chispa. Una esperanza diminuta, que lo empujaba a buscarla. Explicarle. Pedirle que lo mirara a los ojos… que lo viera realmente.
Se encontraba cerca del Santuario Coralino, un lugar donde Ermys solía entrenar su magia. El corazón le latía con fuerza mientras se acercaba, pero en su interior una sombra más oscura latía al ritmo de su esencia alterada. Desde que la magia de Atargatis había despertado en él, sentía cambios. Pensamientos que no eran suyos. Deseos de des