El silencio en las aguas era más denso que nunca.
Archer flotaba, sin rumbo, con el corazón hecho pedazos y la mirada vacía clavada en la superficie opaca del océano. Las palabras de Ermys aún lo atravesaban como dagas: “No quiero volver a verte. Nunca más.”
El príncipe del océano, el heredero del linaje de Varión, el guerrero que había salvado la grieta… estaba roto.
—¿Cómo pudo creerlo…? ¿Cómo no vio que era una ilusión? — susurró, apretando los puños con rabia contenida.
Detrás de él, emergiendo con la elegancia de una sombra sigilosa, apareció Daya. Sus cabellos oscuros flotaban como serpientes encantadas. Sus ojos brillaban con una mezcla venenosa de compasión fingida y deseo incontrolable.
—Porque el amor, Archer… es frágil — susurró ella, deslizándose a su alrededor, tan cerca que su aliento acarició la piel de su cuello —. Como el cristal… y tú, sin querer, lo rompiste.
—¿Qué haces aquí? — espetó él, con los dientes apretados.
—Vine porque te necesito. Porque tú me necesitas —