IzanEl salón olía a café recién hecho y tensión. Mi madre y mi tía discutían en voz baja sobre lo ocurrido con Trina cuando el teléfono vibró en mi bolsillo. —¿Ahora qué? —gruñí, con la mandíbula apretada.Pero al ver el número, se me heló la sangre. Era uno de los contactos de confianza en la finca. Una de las mujeres que ayudaban a cuidar a Elizaveta. Atendí de inmediato.—¿Sí?“¡Señor Izan!” La voz de una mujer, desesperada, casi llorando, se escuchó al otro lado de la línea; pronto supe que era la misma con la que dejé atendiendo a Elizaveta. Su tono hizo que el miedo se agitara dentro de mí, mientras rogaba que la chica no hubiese muerto, pero lo que escuché después fue peor.—¿Qué pasó?“¡Se la han llevado!”Me puse de pie tan rápido que la silla cayó al suelo.“¡Ese bastardo de Edoardo! Vino con órdenes del señor Dante y se la llevó, a la fuerza. ¡Está herida! No podía ni caminar bien, por favor, haga algo, señor Izan. ¡Esa pobre niña…!”—¿Qué dijiste?“¡La está maltratand
Elizaveta.El jeep olía a sudor, tabaco y miedo. Mi miedo.El motor rugía como una bestia enjaulada, devorando kilómetros de carretera oscura. La lluvia azotaba el techo de lona, cada gota sonando como un dedo acusador. Traidora. Inútil. Condenada. El auto avanzaba como una jaula de acero sobre ruedas. Edoardo no dejaba de mascullar palabras y maldiciones entre dientes. Me dolía el cuerpo. El brazo. El orgullo.Las lágrimas bajaban sin permiso, como ríos de rabia contenida. La puerta vibraba con los baches, y con cada salto, mi cuerpo golpeaba contra el metal frío.Pensé en Izan, en cómo me había prometido que me protegería. Era mentira. Como todos.—¿Contenta, princesa? —Su sonrisa era un cuchillo oxidado—. Vas a volver a tu dulce hogar —dijo en tono sarcástico.Yo me quedé en silencio, sabía que se estaba burlando, él sabía que yo no tenía hogar y que nada bueno me esperaría con mi familia, no desde que ayudé a los Armone a escapar de sus garras, y la ironía de la vida, es que hab
Verónica FerrerUn par de día antes.Allí estaba tratando de convencer a mi padre que me dejara ir, podría irme sin avisarle, pero regularmente no hacía nada sin consultarle, no era tonta sabía lo que significaba ser hija de Piero Ferrer o mejor dicho Piero Ferrari, aunque no llevara el apellido de su familia biológica no podía negar sus raíces, aunque él nunca lo hacía, se sentía orgulloso de quien era.—¿Por qué quieres ir? —La voz de mi padre sonó baja, pero firme. Una orden disfrazada de pregunta. Sus dedos tamborileaban sobre la mesa de roble con impaciencia contenida.El despacho olía a cuero, a libros viejos y a decisiones irrevocables. Me senté al frente, manteniendo la espalda recta, con el corazón golpeando fuerte contra mi pecho, mientras lo escuchaba en silencio.—No quiero que te arriesgues ni te pongas en peligro —insistió, alzando la vista de los papeles para clavarla en mí—. Tú no tienes idea del tipo de persona que son esos. Los Petrov son traicioneros, no tienen comp
IzanEl Porsche rugía como una bestia herida bajo mis manos. La carretera serpenteaba entre los bosques de Nueva York, la noche cerrada como un puño alrededor del auto. Edoardo no respondía. La quinta llamada. La sexta. La séptima. Nada.—¡Maldito bastardo! —Golpeé el volante con tanta fuerza que el cuero crujió—. Si le hiciste algo, te arranco el corazón con mis propias manos. El rugido del motor llenaba el silencio, y aun así, dentro de mí, todo era un grito constante.Mi madre y mi tía me lo habían exigido. “Ve a la finca. Averigua si ya está de vuelta. Haz algo.” Y aquí estaba. Conduciendo como un maldito poseso por la carretera mojada, con los nudillos blancos sobre el volante y la garganta seca de impotencia.Otro intento de llamada al número de Edoardo, con el mismo resultado.El malnacido no contestaba. El timbre repicaba al otro lado, como una burla.—¡Contesta, hijo de puta! —gruñí, golpeando el volante con el puño cerrado.Mi mandíbula crujía de tanta presión. La ve
Verónica FerrerNo me moví. Ni un paso atrás.Tenía la Glock firme en mi mano derecha, el abrigo ondeando por la brisa cortante. Mis botas firmes sobre la tierra mientras veía al grupo de hombres armados que no sabían si estaban a punto de matar o ser avergonzados por una mujer.—¿Qué diablos pasa aquí? —rugí con la voz cargada de desprecio—. ¿Crees que me iré porque me lo pides? —dije sin dejar de ver al hombre, cabello castaño oscuro, ojos verdes como hojas envenenadas y esa arrogancia tan propia de los hombres que creen que el mundo se les debe. Tenía un aura de peligro que olía a pólvora y sudor contenido. Lo que él no sabía es que yo había crecido rodeada de ese tipo de hombres y habían sido ellos mismos quienes me habían enseñado a lidiar con ellos.—¿Esta es la manera de recibir a una invitada? —espeté, apuntando, sin vacilar al pecho de uno de sus hombres—. Que me disculpe tu jefe, pero tendré que decirle que la hospitalidad no es propia de su gente, más bien son todos unos s
IzanNunca en mi jodida vida había conocido a alguien como ella.Ni en los clubes clandestinos. Ni en las misiones donde las mujeres usaban su cuerpo para manipular o rogar por clemencia. Nadie. Nadie como Verónica Ferrari.Y eso me cabreaba.Porque mientras me reponía del golpe directo a mis pelotas, lo único que podía pensar era en lo jodidamente hermosa que era. Cabello oscuro como la noche, los ojos azules intensos, de esos que te desnudaban sin pedir permiso, labios hechos para bendecirte... o destruirte. Se movía como si el mundo le debiera algo y ella viniera a cobrarlo con intereses. Y aunque me había dejado medio doblado, todavía no sabía si quería matarla... o besarla.Sin embargo, todo eso fue interrumpido por la llamada de mi tío. Me alejé un poco para atenderlo, me apoyé en el capó mientras hablaba por teléfono con él. Su voz fue clara y sin margen de duda.“Esa chica es Verónica. Verónica Ferrer. La hija mayor de Piero Ferrer, uno de los jefes de la Ndrangheta y la Camo
IzanElla sonrió, una sonrisa lenta y provocadora que me hizo hervir la sangre, como si poco le importaran mis palabras.—¿Y qué harás, Armone? —ronroneó mi nombre—. ¿Me golpearás? ¿Me matarás? ¿O simplemente te quedarás ahí, temblando como un cachorro asustado?No pude contenerme más. La tomé por la nuca y estrellé mis labios contra los suyos. Fue un beso violento, furioso, cargado de toda la tensión acumulada. Ella me respondió con la misma intensidad, sus uñas clavándose en mis hombros.Sus labios sabían a vino tinto y venganza.La llevé hasta el coche y la empujé contra la carrocería, sintiendo cómo su cuerpo se arqueaba contra el mío. No era un beso de amor. Era una batalla. Una lucha por el dominio donde ninguno quería ceder.—Así que esto es lo que querías —gruñí contra su boca, mis manos atrapando sus muñecas contra el coche—. Jugar con fuego.Verónica respondió mordiéndome el labio hasta sacar sangre.—Yo no juego, Armone. —Su rodilla rozó, peligrosamente, mi entrepierna—. Yo
TrinaCuando me atraparon, sabía que no podía hacer nada, no en ese momento. Tendría que esperar que estuviera en situación de ventaja para poder enfrentarme a ellos.Así que sin poner resistencia caminé con ellos, me subieron a un jeep y enseguida arrancaron, condujeron por un lugar desconocido. El trayecto fue largo y silencioso, solo interrumpido por el crujir de las llantas sobre el camino de tierra. Sentía la mirada penetrante de mis captores, pero me negué a mostrar miedo. En mi interior, la rabia y la frustración hervían como lava, amenazando con estallar en cualquier momento.Llegamos a un aeropuerto clandestino, allí nos estaba esperando un jet, pero apenas me bajaron, aproveché ese momento y desarmé a uno de los hombres y le disparé en el pie, a otro en una mano. El caos se desató en segundos. Los otros hombres reaccionaron, yo disparé, pero no atiné a más nadie. Me puse en movimiento, corriendo contrario a la pista. El rugido de los motores del jet ahogaba los gritos y di