La cabaña estaba perdida en medio del bosque, lejos de todo, oculta entre sombras y la respiración húmeda de la noche. Afuera, el aire olía a tierra mojada y a tormenta; adentro, el silencio se estiraba como un hilo a punto de romperse. Solo se encontraban ellos dos: Tao y Kerana, frente a frente, respirando el mismo aire cargado de deseo y peligro.
No se habían dicho palabra alguna. No era necesario. Las miradas eran cuchillos afilados, lanzados sin misericordia en un duelo sin tregua. Los ojos de Kerana ardían, encendidos por un fuego que ella misma intentaba sofocar. Fingía indiferencia, como si todo se tratara de un simple impulso carnal, una urgencia de la carne que pronto pasaría. Pero en el fondo sabía la verdad: lo que la quemaba desde dentro no era solo deseo, era algo más profundo, más voraz, más condenatorio.
Tao lo percibía. Siempre lo hacía. Tenía el don de atravesar mentes, de leer pensamientos y desarmar secretos con un simple roce de su voluntad. Pero con Kerana… nada. Ella era un muro infranqueable, un enigma que resistía cualquier intento de dominio. Por primera vez en su vida, el poder que lo había convertido en el siguiente líder nato no servía de nada. Ella era la excepción. La única capaz de resistirlo.
Y eso lo enloquecía.
Kerana, con su cuerpo erguido, la respiración entrecortada y ese brillo entre divino y demoníaco en su piel iluminada por la luz de la luna que se filtraba entre las rendijas de la madera, parecía una aparición. Una diosa. Una maldición. Un espejismo demasiado real.
Tao sabía que debía resistir, que entregarse a ella significaba abrir la puerta a un destino incierto, quizá incluso trágico. Pero allí, en esa cabaña sin testigos, sin reglas ni cadenas, ¿de qué servía resistirse? El mundo afuera podía arder en cenizas; lo único que existía en ese instante era ella.
Un trueno retumbó a lo lejos. Instantes después, los aullidos de la manada rasgaron el silencio nocturno. Tao reconoció al instante el significado: advertencia, peligro, llamada a la batalla. Pero sus piernas no se movieron. No podía apartarse de Kerana. No quería hacerlo.
Ese sonido fue la chispa que encendió lo inevitable.
Con un movimiento brusco, Tao la tomó de la cintura. No hubo ternura en el gesto, sino hambre, necesidad cruda y sin máscara. Kerana se estremeció al sentir la presión de sus manos firmes, al notar contra su vientre la dureza que lo delataba sin palabras. Una corriente eléctrica le recorrió la piel, y el deseo que intentaba negar estalló en su interior como una tormenta imposible de contener.
Las bocas se encontraron al fin, violentas, urgentes. Los labios se desgarraron, las respiraciones se mezclaron en jadeos desesperados. Ella le rasgó la camisa con un impulso feroz, desgarrando la tela como si de ese modo pudiera arrancarle también las dudas y el control. Él respondió atrapando sus caderas, acercándola aún más, hasta que no quedó espacio entre ambos.
El mundo desapareció. Solo quedó el calor abrasador de dos cuerpos que se buscaban con furia. Kerana arañaba su piel, sintiendo la tensión de los músculos que se tensaban bajo sus dedos. Tao se hundía en ella con la desesperación de un hombre que sabe que una sola noche puede condenarlo para siempre.
Cuando por fin cayeron sobre la cama improvisada, envueltos en sudor, deseo y desesperación, ya no había vuelta atrás.
Esa noche, Tao comprendió que su vida ya no le pertenecía.
Esa noche, Kerana supo que él sería su luna, su perdición y su fuerza.Y los dos, sin decirlo, temieron lo mismo: que el amor y la pasión que los unía no solo los consumiera a ellos, sino que arrasara con todo lo que tocara a su paso.El contacto de sus pieles era fuego. Cada roce, cada respiración compartida, era un recordatorio de lo prohibido. Tao se dejó caer sobre ella, sin permitir que se escapara de su abrazo. No había espacio para la duda, ni para la razón: solo para el instinto. Su cuerpo reaccionaba con una violencia que lo sorprendía, como si en lo más profundo de su ser hubiera esperado toda su vida ese momento.
Kerana, atrapada bajo su peso, no se resistió. Su orgullo luchaba en silencio, intentando convencerla de que aquello era solo hambre, una necesidad animal que pronto pasaría. Pero en cuanto sus labios volvieron a encontrarse, cuando sintió el ardor de la respiración de Tao contra su cuello, supo que estaba perdida. El deseo la desgarraba, la poseía, la volvía tan vulnerable como indomable.
Con un movimiento ágil, fue ella quien lo volteó. Su cuerpo, ligero pero fuerte, se deslizó sobre él con una gracia salvaje. Lo miró desde arriba, los ojos brillando como brasas encendidas, la luna dibujando en su rostro una belleza inhumana. Tao la observó, fascinado y atrapado, como si realmente estuviera frente a una diosa y un demonio al mismo tiempo. Nunca había sentido tanta impotencia: su don de controlar mentes, aquel que doblegaba a cualquiera, se estrellaba contra un muro impenetrable. Ella era intocable. Ella era libre.
Ese desafío lo consumía. Y lo excitaba más de lo que podía soportar.
Kerana bajó lentamente, acariciando con sus labios la piel de su pecho, dejando un rastro ardiente de besos y mordidas. Sus uñas lo arañaban con la intención de marcarlo, de recordarle a quién pertenecía ese instante. Tao gimió, un sonido grave, contenido, como un lobo al borde de aullar.
—No soy tuya —susurró ella, casi en un gruñido, apenas separando la boca de su piel.
—Lo serás —respondió él con la misma firmeza, atrapando su rostro entre sus manos.El choque de voluntades era tan fuerte como la pasión que los consumía. Dos fuerzas destinadas a enfrentarse, unidas por un deseo que los destruía y al mismo tiempo los salvaba.
Los cuerpos se enredaron, la cabaña entera pareció vibrar con sus movimientos. Afuera, los aullidos continuaban, cada vez más cercanos, como si la manada entera percibiera lo que estaba ocurriendo. La tormenta rugía en el cielo, los rayos iluminaban por instantes las paredes de madera, y dentro de ese santuario prohibido, Tao y Kerana se entregaban con furia y sin medida.
Cada beso era una guerra.
Cada caricia, una rendición.Cada gemido, una promesa rota.Kerana lo mordió en el hombro, hundiendo sus colmillos apenas lo suficiente para recordarle lo que era. Un lobo. Una bestia. Un líder hecho para mandar, no para ceder. Pero en ese momento, Tao se dejó dominar. Cerró los ojos, sintiendo el dolor mezclado con placer, y comprendió que jamás podría escapar de ella.
Él la tomó de nuevo, con un ímpetu renovado, levantándola entre sus brazos como si no pesara nada y arrojándola contra las mantas que cubrían el suelo. Ella rió, una risa oscura y sensual, como un canto de sirena que lo arrastraba más y más al abismo. Se unieron una vez más, con la desesperación de quienes saben que no hay mañana, que cada instante puede ser el último.
En medio de la pasión, Tao pensó en su madre, en su padre, en los siete hermanos que lo habían acompañado toda su vida. Supo que al cruzar esa frontera, nada volvería a ser igual. Y aun así, eligió a Kerana.
Cuando al fin el agotamiento los venció, quedaron tendidos, jadeantes, la piel bañada en sudor, los cuerpos aún temblando por el eco de la entrega. Ella se giró de costado, sin mirarlo, fingiendo indiferencia.
—Ya está —murmuró con voz ronca—. Solo era deseo.
Pero Tao no respondió. Sabía que mentía. Lo había visto en sus ojos, lo había sentido en cada gemido, en cada estremecimiento. No era solo deseo. Era más. Era unión.
Él estiró la mano y rozó su espalda desnuda, suave, marcada por las sombras de la luna que entraban por la ventana. Y en ese instante comprendió que Kerana era su perdición y su fortaleza, la herida y la cura, la luz y la oscuridad.
El mundo podía arder.
Él ya había elegido.El silencio de la cabaña pesaba como una sentencia. Solo se oía el murmullo lejano de la tormenta y el latido de dos corazones aún desbocados. Kerana permanecía de espaldas, con los cabellos enredados y la piel bañada en sudor, mientras Tao la contemplaba en la penumbra. Quiso alargar la mano para retenerla, como si con ese gesto pudiera evitar que el mundo se interpusiera entre ellos.
Ella habló primero, sin mirarlo.
—Esto no significa nada. —Su voz sonó áspera, como si quisiera convencerse a sí misma. —Mientes —respondió Tao, sereno, seguro.Kerana apretó los labios. Había fuego en sus ojos, pero no era solo deseo; era miedo. Sabía que había cruzado un límite que nunca debió traspasar. Se incorporó lentamente, cubriéndose con la manta, y al girarse hacia él, la luna iluminó su rostro: una mezcla imposible de inocencia y ferocidad.
—No soy tuya, Tao. No lo seré jamás.
Él se sentó frente a ella, desnudo, sin avergonzarse de su vulnerabilidad. La miró a los ojos, profundamente, como intentando leer lo que ni siquiera sus dones podían alcanzar. Y, por primera vez, aceptó esa impotencia.
—Quizá no —susurró—. Pero yo ya soy tuyo.
Kerana sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Quiso reír, burlarse, desarmar aquella confesión con una palabra cruel. Sin embargo, no pudo. Porque en el fondo sabía que también era cierto para ella.
Afuera, los aullidos de la manada volvieron a romper la noche, más cercanos, más urgentes. Kerana apartó la mirada, como si esos sonidos fueran un recordatorio de que el mundo no se detendría por ellos.
—Nos destruirán —dijo, casi en un suspiro.
—Entonces que arda todo —contestó Tao, con un brillo desafiante en la mirada—. Pero lo haré contigo.Kerana cerró los ojos, y por un instante dejó que esa promesa la envolviera. Porque sabía que ese amor no era un refugio, sino un incendio. Un fuego que podía devorarlos a ellos, a sus familias, a sus mundos enteros.
El rayo iluminó el cielo una vez más. La tormenta rugía con fuerza. Y en esa cabaña solitaria, dos destinos se habían sellado para siempre.
No importaba cuánto intentaran negarlo.
No importaba cuántas guerras estallaran.Tao y Kerana ya eran uno, y ese vínculo era tan poderoso como la luna… y tan devastador como la noche más oscura.