El eco de la fiesta en la clínica aún resonaba en sus oídos, una sinfonía de felicitaciones y risas que poco a poco se apagaba.
Marco y Valeria se fueron a su apartamento, un refugio moderno y minimalista que era su verdadero hogar, lejos de los fantasmas de la mansión Mendoza. La euforia del día, la emoción de su graduación y su nuevo cargo, se había convertido en una tensión eléctrica que recorría el espacio entre ellos.
La puerta se cerró con un golpe seco. No hubo necesidad de palabras. Marco la miró con una intensidad que hizo que el aire se le escapara a Valeria. En sus ojos no había solo deseo, sino una reafirmación profunda, un recordatorio de que, detrás de la cirujana consagrada, estaba la mujer que le pertenecía por completo.
La empujó contra la puerta, su cuerpo un bloque de calor y necesidad contra el suyo. Su boca encontró la de ella no en un beso tierno, sino en una toma de posesión urgente y devoradora. Era el beso de dos personas que habían ganado una guerra a costa