El amanecer se coló por las ventanas con la sutileza de un ladrón. Esa luz tenue que debería haber traído consuelo solo sirvió para iluminar mi insomnio. Llevaba toda la noche despierta, envuelta en una manta que no abrigaba nada. Solo me quedaba el calor residual de las preguntas sin respuesta y el maldito eco de su voz en mi cabeza.
“No tienes idea del fuego que estás tocando”, había dicho Enrico.
Y tenía razón.
Porque ardía.
Ardía por dentro. De rabia. De miedo. De esa atracción inexplicable que me hervía bajo la piel cada vez que él estaba cerca.
Y como si el uni