La casa parecía demasiado tranquila.
Ese tipo de tranquilidad que esconde secretos bajo las alfombras y fantasmas en los marcos de las puertas.
Una cabaña rústica, perdida en medio de la nada, con las ventanas polvorientas y los muebles cubiertos por sábanas blancas que ondulaban como espectros al paso del viento.
Apenas crucé la entrada, una punzada de incomodidad se instaló en mi pecho.
No era miedo.
Era algo más sutil, más traicionero.
Como cuando entras a una habitación donde sabes que alguien estuvo llorando, aunque no lo veas. O cuando hueles perfume en una camiseta que no es tuya.
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